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tribuna
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La cesárea de Nahia fue violencia obstétrica según Naciones Unidas

Dos resoluciones de un organismo de la ONU han condenado a España por el trato dispensado a las madres durante el parto. El último caso, el de una joven vasca humillada y ninguneada

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Raquel Marín

Cuando me formé como psiquiatra haciendo el MIR en un hospital público a mediados de los años noventa era habitual que los profesionales sanitarios fumaran en el hospital, y más aún en la planta de Psiquiatría. Recuerdo bien a algunos colegas médicos que comenzaban las consultas ofreciendo un pitillo a sus pacientes a la vez que encendían uno para sí mismos antes de iniciar la entrevista clínica. La gente joven me mira con extrañeza cuando cuento esto: no se lo pueden ni imaginar.

Algo así supongo terminará pasando cuando en unos años contemos cómo se trataba a las parturientas de manera rutinaria en nuestro país a principios del milenio. Cuando recordemos que a muchas mujeres de parto se las sometía a tactos vaginales sin su permiso, se les prohibía estar acompañadas, se las obligaba a parir en posición de litotomía, se les hacía un corte en la vulva sin consentimiento informado, se las separaba de sus recién nacidos por protocolos obsoletos y podían pasar horas sin saber nada de ellos ni poder amamantarlos, las generaciones del futuro no darán crédito.

El parto de Nahia tal vez se enseñe entonces en las facultades de Medicina, Enfermería y Derecho para ilustrar lo que era la violencia obstétrica y la de obstáculos que hubo que sortear para poder erradicarla, empezando por lo que mucho que costó su reconocimiento.

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Nahia era una joven vasca cuando en 2012 acudió a un hospital público de Osakidetza a parir a su primer bebé tras haber roto la bolsa de aguas. Acompañada de su pareja y con mucha ilusión, llevaban con ellos un plan de parto en el que simplemente explicaba cómo deseaba ser atendida. Pedía cosas tan disparatadas como que prefería un parto lo más natural posible, estar acompañada del padre de su hijo todo el rato o poder moverse libremente. Pese a ello, o tal vez por ello, le indujeron el parto saltándose el protocolo, sin darle opción a rechazar la inducción y haciéndole comentarios irónicos y despectivos cada vez que manifestaba sus deseos. Tras 12 horas atada a los monitores, Nahia pidió entre lágrimas que la soltaran cinco minutos para poder caminar libremente, no se lo permitieron. Cuando finalmente aceptó la epidural le echaron en cara que no la hubiera pedido antes. Más tarde, sentenciaron una cesárea sin explicarle por qué cuando el bebé estaba bien: la suya fue una inne-cesárea de libro, probablemente con fines docentes. Desnuda en el quirófano, veía cómo mucha gente entraba y salía sin presentarse, pero a su pareja no se le permitió acompañarla. Cuando sacaron al bebé suplicó verlo, entonces se lo acercaron y le ordenaron que le diera un beso, pero inmediatamente se lo llevaron sin que le diera tiempo a decirle nada. Cuando rogó que le dieran el niño a su padre, le respondieron: “Tranquila, chavalilla, que ya está” y de nuevo la ningunearon.

Nahia pasó las tres horas siguientes sola y llorando, pidiendo que la llevaran con su hijo. Cuando por fin llegó el celador le dijo: “Qué niño más guapo has tenido, yo lo he visto y es precioso”. Para entonces también se habían saltado su deseo manifiesto de amamantar de manera exclusiva y, de nuevo sin su consentimiento, le habían administrado un biberón, lo cual dificultó mucho el inicio de la lactancia (conocido efecto adverso del llamado “biberón pirata”). Resumiendo: en su parto Nahia sufrió un ninguneo constante y se sintió ignorada, zarandeada, expuesta, humillada y violada.

Atendí a Nahia dos años después de su cesárea. Pese al tiempo transcurrido, no podía dejar de revivir el parto constantemente: incluso se duchaba con la luz apagada para no ver la cicatriz de su cesárea. Presentaba todos los síntomas de un trastorno de estrés postraumático severo que ya había diagnosticado una psiquiatra de Osakidetza y que afectaba enormemente a su vida. “No le deseo esto ni a mi peor enemigo”, decía. Como muchas víctimas de violencia obstétrica, se había vuelto activista, con ese empeño frenético de hacer todo lo posible para que ninguna otra mujer sufra maltrato en su parto. Nahia decidió denunciar ante los tribunales vascos su cesárea.

Lo que aconteció en el juicio fue lamentable: se culpó a Nahia de sus síntomas postraumáticos achacándolos a su subjetividad y de un carpetazo se dijo que la atención que recibió en su parto había sido correcta. A las médicas que la acompañábamos, una ginecóloga y una psiquiatra, no se nos permitió declarar y no se tuvieron en cuenta nuestros informes. La sentencia fue un mazazo, pero Nahia y su abogada decidieron recurrir, recurso que también fue desestimado.

Así llegó el caso hasta el Comité de la Convención para la Eliminación de la Discriminación Contra la Mujer (CEDAW, por sus siglas en inglés) de las Naciones Unidas, que el pasado 13 de julio, 10 años después de la cesárea de Nahia, publicó su sentencia, en la que considera que las autoridades judiciales españolas aplicaron nociones estereotipadas y discriminatorias. Subraya que el juez no tomó en cuenta ninguno de los informes que Nahia aportó, dando credibilidad solo a los informes médicos del hospital, y que imputó las lesiones y consecuencias sufridas por Nahia a una mera cuestión de percepción. Lo más importante, considera que la inducción del parto de Nahia sin proporcionarle información ni solicitar su consentimiento, la realización de diversos tactos vaginales, la prohibición de comer, la infantilización, la realización de la cesárea sin su consentimiento, sin estar acompañada por su esposo y con los brazos atados, la separación del recién nacido imposibilitando el contacto piel con piel, así como la imposición de la lactancia artificial contraria al deseo de los padres, y las consecuencias físicas y psicológicas que todo ello tuvo constituyen violencia obstétrica.

Este concepto ya había sido reconocido por la ONU en el histórico informe de 2019 de la relatora especial sobre la Violencia Contra la Mujer, que decía entre otras cosas que “la cesárea, cuando se practica sin consentimiento puede constituir violencia por razón de género contra la mujer, e incluso tortura”. El informe señaló que el maltrato en los partos es un fenómeno global, como ya había declarado la Organización Mundial de la Salud (OMS) años antes, y además explicó un detalle crucial: se trata de una forma de violencia estructural. Es decir, los profesionales sanitarios que atienden los partos también la padecen, cuando precisamente por la falta de recursos o formación no pueden tratar a parturientas y/o bebés de una forma respetuosa con sus derechos humanos. Hablar de violencia obstétrica no implica señalar con el dedo a obstetras y matronas calificándolos de violentos; más bien permite visibilizar hasta qué punto la manera tradicional de tratar a las mujeres cuando paren es heredera del sistema patriarcal y machista, donde lo que importa es el “producto” del embarazo (la terminología no es casual) y a la mujer se la trata como un mero contenedor.

Es la segunda vez en la historia que el Comité de la CEDAW condena a un Estado por violencia obstétrica, y en ambos casos ha sido España. Esto no es casual: las primeras denuncias en llegar tan lejos han sido presentadas por la letrada Francisca Fernández Guillén, cofundadora de la asociación El Parto es Nuestro, pionera a nivel global en esta lucha.

La sentencia del comité recomienda proporcionarle a Nahia una reparación apropiada, incluida una indemnización financiera adecuada a los daños de salud física y psicológica sufridos. Lo más grave y lamentable ha sido leer la respuesta de Osakidetza. Tres días después de publicarse la histórica resolución de Naciones Unidas, han hecho pública una nota en la que, por un lado, afirman desconocer el proceso y, por otro, vuelven a aludir a la sentencia que les absolvió en 2015 para reafirmarse en que el trato fue correcto y la culpa de los síntomas es de Nahia. Tal vez alguien tenga que explicarles que el “solo sí es sí” también se aplica en el parto.

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