Cataluña y la Corona: regreso a la luz
El rupturismo de 2017 liquidó el pacto preconstitucional implícito en los acuerdos entre Tarradellas y Suárez, por el que la Corona reconocía la Generalitat histórica y la Generalitat reconocía la Monarquía española
La auténtica ruptura no se produjo aquel 27 de octubre de 2017 en que un Gobierno irresponsable proclamó una falsa independencia. Tampoco el 1 de octubre cuando se celebró un referéndum fuera de todo marco legal, incluidas las condiciones exigidas por el Consejo de Europa. Ni siquiera los días 6 y 7 de septiembre cuando el Parlament de Catalunya aprobó las leyes de desconexión, en contravención con las instrucciones, consejos y dictámenes de todos los organismos legales, desde el Tribunal Constitucional hasta los letrados de la Cámara.
El lazo legal y moral que vinculaba a las instituciones catalanas con la Constitución española se cortó dos años antes, el 9 de noviembre, cuando el Parlament aprobó una resolución que proclamaba el inicio del proceso hacia la independencia, abogaba por desobedecer al Tribunal Constitucional, instaba a la Generalitat a cumplir solo las leyes emanadas de la Cámara autonómica y declaraba solemnemente el inicio del proceso de creación del Estado catalán independiente en forma de república.
Con esta declaración, Artur Mas, presidente todavía y por tanto jefe de filas del independentismo, habiendo abandonado ya los restos de la moderación, no consiguió ni siquiera los votos de la CUP para su investidura, sino que tuvo que conformarse con su famoso paso al lado, que dio la presidencia y el liderazgo independentista a Carles Puigdemont. No hubo dudas sobre el significado de tal declaración de cara al futuro, de forma que el presidente Rajoy obtuvo su anulación por parte del Tribunal Constitucional y amenazó con la aplicación del artículo 155 de la Constitución, que no utilizó hasta dos años más tarde.
Retrospectivamente, aquella declaración de ruptura adquiere otro significado históricamente más relevante, aunque escasamente considerado en los debates actuales. Artur Mas y el conjunto del nacionalismo no rompieron entonces tan solo el pacto constitucional, sino que hicieron algo todavía más grave para Cataluña, como fue destruir el espíritu de un pacto anterior, que propiamente tenía un cierto carácter constituyente, como fue el que establecieron el presidente de la Generalitat republicana en el exilio Josep Tarradellas y el presidente del Gobierno español, Adolfo Suárez, para restaurar la institución histórica del autogobierno de Cataluña, tal como sucedió el 29 de setiembre de 1977, 14 meses antes de que entrara en vigor la Constitución y dos antes del Estatuto de Cataluña.
Según Alfonso Ossorio, entonces vicepresidente del Gobierno de Suárez, los acuerdos Suárez-Tarradellas, largamente gestados desde 1976, fueron el resultado de “un planteamiento luminoso” surgido de la inteligencia de Manuel Ortínez, banquero, político y sobre todo amigo del presidente catalán en el exilio. Lo explica con detalle el historiador Joan Esculies en su biografía de reciente aparición Tarradellas, una cierta idea de Cataluña. La fórmula era sencilla: la Monarquía surgida del franquismo y necesitada de legitimidad democrática reconocía a la Generalitat republicana y la Generalitat republicana reconocía a la Monarquía.
Aunque Artur Mas llegó a tantear en 2012 la eventualidad de una Cataluña independiente bajo la corona española, al estilo escocés, tal como la premier Nicola Sturgeon y una buena parte de sus seguidores imaginan la secesión desde Edimburgo, en la declaración de soberanía catalana aprobada bajo su responsabilidad quedó propiamente anulado aquel pacto luminoso con el que Cataluña se convirtió en pionera del autogobierno, recuperó sus instituciones e incluso arrastró al resto de España a la construcción del Estado autonómico.
El suceso de 2015, liderado por Mas, fue ya entonces una nítida ruptura unilateral del pacto de Cataluña con la Corona de 1977. No es honesto repudiar a la Corona constitucional, como hace el independentismo rupturista, porque no mantuvo una posición equidistante ni ejerció de árbitro entre el Gobierno español constitucional y el catalán que quería terminar con la Constitución y con la corona. Solo quienes se opusieron a la declaración de soberanía tienen derecho a lamentar la ausencia de guiño alguno del Rey dirigido a los catalanes en su discurso impecablemente constitucional del 3 de octubre, pero en ningún caso quienes ya habían roto con la Monarquía, la Constitución, y en los hechos con las instituciones de autogobierno catalanas, que son fruto de la historia y no de volátiles y caprichosas votaciones de mayorías parlamentarias que ni siquiera cuentan con mayorías sociales que las respalden.
No conocemos los caminos por lo que puede transcurrir la corrección de los tremendos errores cometidos por unos y otros en la última década, pero es muy probable que pasarán por un territorio en el que la Monarquía parlamentaria española pueda hacer de nuevo gestos ostensibles de reconocimiento de la singularidad histórica del autogobierno catalán y las instituciones catalanas puedan reconocer a la Monarquía, una cuestión para la que bastaría desde Cataluña acogerse al tradicional accidentalismo profesado por gran parte del catalanismo sin necesidad de identificarse con la idea y el principio monárquicos.
Una institución de tanto simbolismo y escaso poder como la Monarquía tiene pocas oportunidades para hacerse imprescindible e incrementar su legitimidad. Si Juan Carlos I supo hacerlo en 1977 bajo la batuta de un presidente salido como él mismo del franquismo, no hay razón alguna para que Felipe VI no lo haga en 2022 como rey constitucional de la mano de un Gobierno salido de las urnas y perfectamente democrático.
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