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Columna
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‘Spamtada’

Nos llaman para vendernos mercancías importantes para nuestra supervivencia como especie: agua, luz, gas, comunicaciones. En mi casa ya no cogemos el teléfono

"Grito que voy a denunciarles. Cuelgo. Meto el número en el cajoncito del 'spam".
"Grito que voy a denunciarles. Cuelgo. Meto el número en el cajoncito del 'spam".
Marta Sanz

Uno de los grandes problemas de la humanidad actual son las llamadas para vendernos, no objetos —enciclopedias, multipropiedades—, sino mercancías volátiles, difíciles de encapsular y dosificar, las más importantes para nuestra supervivencia como especie. Agua, luz, gas, comunicaciones. Los politonos del móvil tintinean y la pantalla se ilumina con números procedentes de Cantabria o Valladolid. A veces recuerdas un compromiso santanderino y pulsas la tecla para descolgar. Error. Es una venta que se encubre de no venta: “Le vamos a aplicar en la factura el descuento previsto por la ley, ¿a que no me puede decir que no?”. Si está previsto por la ley, ¿a qué tendría que negarme y qué tiene de especial lo que me ofrecen? Me hago la tonta y me siento culpable: mi amabilidad es una manera de hacerle perder el tiempo a Iris. “Esta conversación está siendo grabada para respetar la transparencia. Lo más importante es la transparencia”. Le he dicho a Iris que no quiero cambiar de distribuidora, pero ella está entusiasmada: “Usted solo tiene que decir acepto”. Yo, muy partidaria de la transparencia, no entiendo las parrafadas que me lee a toda velocidad y me canso del versallesco diálogo de besugos: “No, no acepto”. Entonces, Iris muta en Gremlin. “Es usted una grosera”. “¿Cómo es posible que no acepte una oferta tan excelente?”. Iris me trata como si fuese una indocumentada. Me convierte en alguien vulnerable. Me amenaza: “En la próxima factura le cobraremos un 40% más”. Grito que voy a denunciarles, pero de repente me doy cuenta de que estoy hablando con una compañía de nombre desconocido. Cuelgo. Meto el número en el cajoncito del spam. Miro con miedo el móvil. La boca seca.

En Glengarry Glen Rose, película escrita por David Mamet, el personaje interpretado por Jack Lemmon tiene que realizar urgentemente una venta para pagar el hospital de su hija; Ricky Roma (Al Pacino) pierde una comisión por culpa de un cliente arrepentido. El vendedor sabe que ha engañado al cliente y el cliente también sabe que hay algo turbio en la transacción. Pero mientras compraba se sentía poderoso y Roma supo crear la fantasía de una amistad en un hombre acomplejado y solitario. El cliente se avergüenza de haber roto la ilusión de quien le iba a dar gato por liebre. Entiendo a esos vendedores; también entiendo a ese cliente que no quiere decepcionar a Ricky Roma. En la puerta fría, trasmutada en distancia telemática, todo ha empeorado: Iris es una mujer quizá desesperada económicamente, que no solo legitima el engaño como modo de supervivencia sino también la agresión. En ese forzamiento, yo pierdo mi mala conciencia, mi sensibilidad social, incluso ese clasismo del “soy mejor que tú y más buena: me estás engañando y me dejo, porque mi posición es más desahogada y te voy a hacer un favor”. Así me vendieron una enciclopedia. El vendedor era un hombre amable y jugamos al juego: él sabe y yo sé. Me sentí buena e idiota. Mi recompensa fue la bondad y mi carga un pastizal en incómodos plazos. Iris debería aprender a usar esa táctica, en lugar de amedrentar en tiempos de carestía. Yo podría haber sido económicamente más frágil que Iris. Perro comiendo perro. Desgracia. Punta del iceberg de algo sucio. Procuramos flotar. Ahora en mi casa ya no cogemos el teléfono. No vendemos ni compramos. Estamos spamtadas y terriblemente solas.

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Sobre la firma

Marta Sanz
Es escritora. Desde 1995, fecha de publicación de 'El frío', ha escrito narrativa, poesía y ensayo, y obtenido numerosos premios. Actualmente publica con la editorial Anagrama. Sus dos últimos títulos son 'pequeñas mujeres rojas' y 'Parte de mí'. Colabora con EL PAÍS, Hoy por hoy y da clase en la Escuela de escritores de Madrid.

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