Rejuvenecida
La cotización no llega para jubilarse o lo que queda no alcanza para garantizar a la progenie cierta ilusión de juventud
En los tiempos de la hipersensibilidad ante la apropiación de los discursos ajenos y las interferencias provocadas por el lenguaje de signos; tiempos de la segregación como modalidad del respeto y como estrategia comercial —literatura juvenil, suplementos para hombres y/o mujeres, viajes de la tercera edad—; tiempos en que se dificultan mezclas y conversaciones intergeneracionales, interculturales o interraciales que no sean las de los Colores Unidos de un emporio de la moda —del diálogo entre clases prefiero no hablar hoy—, en estas condiciones adversas, voy a escribir sobre la juventud sin ser joven ni tener descendencia. Mi trato con menores de 30 años se produce en charlas en institutos y universidades. Resulta curioso comprobar cómo hablar de la experiencia propia se considera un acto de individualismo egocéntrico y neoliberal, y simultáneamente, si tu experiencia se basa solo en la observación, te culpan de no saber de lo que hablas. Mordazas. Yo, cuando era joven, me sentía una mujer adulta y fuerte, y ahora, que soy una mujer madura, se me revelan fragilidades que antes no veía: será que he tenido tiempo para conocerme mejor. Escribo con la duda de si la lucidez se consigue en el ojo del huracán o en su periferia. De si lo que legitima mi escritura es mirar con distancia o desde el núcleo incandescente del conflicto. Siempre hay humo. Escribo desde el recuerdo y la observación de seres humanos particulares.
Doy una charla en una capital de provincias. Me presenta un joven universitario. Es un letraherido extrovertido desinhibido —rima consonante— que me relata sus orgías homoeróticas en los alrededores de una gran superficie comercial. “Lo saben todos los gais de la ciudad”, me informa. Hablamos de literatura y métodos de prevención de enfermedades de transmisión sexual. El joven me cuenta que su madre limpia casas y, cuando llega a la propia, está tan cansada que no tiene ganas de mover un dedo. Entonces, el hijo, que sabe que a su madre le gusta la literatura, coge un libro y lee en voz alta para ella. Cada día. El joven reivindica su libertad sexual en un territorio hostil. Estudia. Cuida. Miro a ese joven con una gratitud quizá más pequeña que la que él siente por su madre. “En realidad, soy un viejo”, me dice. Solapamientos. Metamorfosis. Me fijo en su traje clásico. A la juventud se la condena a una vejez prematura, que coincide con la eterna niñez de Peter Pan —la falta de futuro, la imposibilidad de volar más allá de la fantasía—, mientras a las ancianitas no nos dejan disfrutar de una pacífica vejez porque la caja de las pensiones está mermada y la natalidad se hunde por razones obvias: Peter Pan no puede follar. Ni adoptar. No tiene casa ni curro. Las personas mayores vemos cómo la identidad se confunde con el esplendor publicitario de nuestra juventud y la vejez parece un sucio disfraz. Pero estar guapas y estiradas solo es una excusa: las personas mayores trabajaremos casi eternamente, rejuvenecidas por fuera, descalcificadas por dentro. La cotización no llega para jubilarse o lo que queda no alcanza para garantizar a la progenie cierta ilusión de juventud. La lucha intergeneracional sirve para vender chándales, pero cuando no hay dinero, los hijos estudiosos y las madres limpiadoras navegan en el mismo barco. A no ser que el hijo renuncie a ser becario y se convierta en comentarista del corazón.
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