Camila o revienta
La flamante reina consorte de Inglaterra ha tragado quina a espuertas y ha ensanchado lo suyo, pero ha mantenido impecablemente el tipo. Ya no es la otra. Diana es historia y a Catalina le toca esperar turno sentada
La mala. La fea. La vieja. La otra. Camila Parker-Bowles lleva toda la vida soportando, y perdiendo, las comparaciones más odiosas. Las que enfrentan a una mujer con otras mujeres de su familia, aunque sea la política. Primero, con Diana Spencer, la agraviada esposa de su amante, el entonces heredero Carlos de Inglaterra, icono global del imbatible cóctel de juventud, desgracia y belleza. Después, con su nuerastra, Catalina Middleton, impoluta imagen de la esposa y madre moderna. Desde entonces Camila ha tragado quina a hectolitros y ha ensanchado lo suyo. Pero la mujer a quien la periodista Lola Galán, entonces corresponsal de EL PAÍS en el Reino Unido, nos presentó a los españoles en 1995 como “una dama rubia que aparenta todos y cada uno de sus 47 años” ha sabido mantener impecablemente el tipo.
Sigue aparentando todos y cada uno de los 75 años que tiene hoy, flamante reina consorte por obra y gracia de su difunta majestad su suegra Isabel II, que quiso darle por fin su sitio dejando escrito “si me queréis, respetadla”. Pero, con sus patas de gallo de pelea, su código de barras pos-Brexit y sus mejillas laxas libres del ácido que, seguro, supura su inteligencia, apuesto a que es Camila quien lleva la corona en esa casa. Solo había que verla poner los ojos en blanco al fondo del histórico plano viendo venir la rabieta de Su Majestad su esposo en el célebre episodio del quítame allá el tintero. Sí, ese gesto inconfundible de las parejas de décadas de “perdonadle, que así es Charles: tiene un pronto malísimo, pero luego no es nadie”. Así la imagino estos días. Resuelta y al grano a cara lavada, vestida de andar por Windsor y peinada con su inmutable cardado antiniebla de Londres, haciendo suyos sus nuevos aposentos y metiéndose en el bolsillo a todo el mundo, empezando por el servicio, por si acaso. Ni es modelo ni lo pretende. Ni es santa ni quiere parecerlo. Habrá quien siga considerándola la vieja, la fea o la mala de esa película. Pero ya no es la otra. Diana es historia y a Catalina le toca esperar turno sentada. Aquella señora infiel de quien su infiel príncipe quería ser su támpax, se ha ganado el respeto de los británicos a base de ser ella misma sin ínfulas ni zarandajas. Apuesto a que, sin los vigores de antaño, volverá a haber sexo en Buckingham Palace. Y yo que me alegro.
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