¿Perdón o venganza?
El lenguaje lleva en su vientre la historia de la humanidad, que es también la de los conflictos
Vivimos un cambio de época. Hasta el lenguaje está en discusión. Las palabras siguen las huellas de la evolución y Jacques Lacan vuelve a estar de moda. Nos lo está descubriendo la tragedia de Ucrania, que resucita palabras que parecían olvidadas, como guerra y paz, venganza y perdón.
Leo cada día con zozobra las crónicas y análisis de este periódico -magníficas, por cierto- sobre el desarrollo de la nueva guerra en Europa tras tantos años de paz. Y crece cada día, hasta en el lenguaje, una curiosa evolución que va desde el entusiasmo y la valentía de los ucranianos para defender su patria al miedo a que dicha guerra haga tambalear nuestra economía de países satisfechos y en paz.
La discusión que va apareciendo es si sería mejor aplastar a una de las partes y se acabó, o si luchar por un resultado sin más sangre imaginando un acuerdo de paz. Y ahí resucita la guerra de las palabras. ¿Mejor la venganza que el perdón? ¿Mejor los cañones que el diálogo? El lenguaje lleva en su vientre la historia de la Humanidad, que es también la de los conflictos, la de la trágica dialéctica entre la convivencia y la sed de conquista, entre la violencia y los secretos anhelos de paz. Y ahí resucita la difícil, diría imposible, para algunos maldita, palabra del perdón.
Todo ello me ha hecho recordar la historia que he leído días atrás de un niño de 12 años en una escuela pública de Brasil. Una profesora le preguntó qué era lo más difícil para él y la respuesta fue una sorpresa: “saber perdonar”. La profesora quiso saber el por qué y descubrió que el muchacho era víctima del bullying de algunos de sus compañeros a los que no conseguía perdonar ni cuando le pedían disculpas. “Es muy difícil perdonar”, decía.
Sí, es tan difícil y a la vez tan sublime el perdón que se ha convertido en una palabra maldita. He leído que está aumentando el número de suicidios de los más jóvenes desde que empezó la guerra de Ucrania. Algunos lo achacan también a los años duros de la pandemia, pero es algo más y viene de más lejos. El suicidio de los jóvenes y hasta de los niños ha sido siempre un tabú que cada día se descubre más fuerte y se trata de silenciar. Y no es mayor entre los más pobres que entre los satisfechos. Es al revés.
Ello me hace recordar que hace unos años, cuando era corresponsal de este diario en Italia, la revista Famiglia Cristiana me pidió un estudio sobre el suicidio infantil en el mundo. No era fácil, pues aún no existía el santo Google y cualquier investigación resultaba complicada. Hice lo que pude y acabé con una sorpresa: los dos lugares con mayor número de suicidios infantiles eran entonces la rica Suiza y el pacífico Japón.
Hoy sigue siendo tabú y vergüenza el suicidio juvenil, a pesar de que nunca en el pasado los jóvenes tuvieron tantas oportunidades. Y es que el descubrimiento vertiginoso de las nuevas y milagrosas tecnologías no llegan a cambiar las raíces profundas de nuestra existencia, donde palabras como violencia, guerras, venganzas, avaricia y desprecio siguen germinando hasta en los pedregales más abandonados, mientras que el perdón que redime sigue siendo el gran tabú del Homo sapiens.
La ciencia nos conforta con la profecía de que el ser humano empieza a superar la enfermedad, la violencia y hasta la muerte. Se vive más y se vive mejor que en los oscuros tiempos medievales. Y hasta las guerras empiezan a sorprendernos porque crece la sed de paz. Quizás por ello esta guerra de Ucrania ha sorprendido a un mundo que parecía haber apostado por la paz mundial y las pocas guerras aún existentes eran vistas como residuos de tiempos olvidados.
La nueva sociedad que está naciendo aparece entre el milagro y el miedo de la vuelta atrás, el de las tinieblas del ojo por ojo, de la ley del más fuerte al milagro del ser capaces de perdón, porque hasta ayer incluso los dioses parecían sedientos de venganza.
Quizás por ello los evangelios cristianos resaltan las palabras del profeta judío Jesús agonizando en la cruz: “Perdónalos porque no saben lo que hacen”. Perdón fue siempre palabra de incredulidad. Quizás también por ello sorprendió al mundo la frase del testamento del papa Juan XXIII, hijo de campesinos pobres: “No pido perdón a nadie porque de nadie me he sentido nunca ofendido”. No era verdad, pero la frase sobre el perdón fue su mayor grandeza y su mayor provocación.
Quizás mis muchos años ya vividos, en los que me tocó sufrir de niño la guerra civil española, con sus odios y su inútil sangre derramada, me llevan hoy a descubrir que la palabra venganza lleva en sus venas el germen de la ruina, mientras que el perdón es la gran paradoja que se nos hace tan difícil de masticar.
A mis amigos y lectores les dedico hoy estos versos, con la esperanza de ver acabar sin más sangre la guerra que vuelve a atormentarnos y que nuestros jóvenes no tengan que suicidarse porque se les hace difícil, y con razón, perdonar nuestra iniquidad.
Perdón
Ignoro tu nombre.
Te lo han borrado
de tanto invocarlo en vano.
Si yo conociera tu nombre,
no lo escribiría
en la fachada de las catedrales,
no lo llamaría el eterno,
ni el omnipotente,
que son nombres del poder.
Si yo conociera tu nombre,
lo escribiría en las manos gastadas
de amar.
Lo escribiría
en las lágrimas de las madres
que lloran los hijos de la guerra
y del terror.
Lo escribiría también
en los ojos del perdón.
Si yo conociera tu nombre
lo esculpiría en la frente
de los sin nombre,
de los anónimos de la historia,
que mueren solos,
sin ser llorados
en las cunetas
inexorables del tiempo.
Tú seguirás sin nombre,
sin que podamos invocarte
hasta que los humanos
seamos capaces de reinventar
el perdón.
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