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Tribuna
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El transporte público, ese lugar que no es de ellas

El 54% de las mujeres se sienten inseguras al viajar en transporte público y un gran porcentaje tiene miedo a sufrir un ataque sexual

Campaña de la ONU Mujeres en el metro de Ciudad de México para erradicar el acoso sexual.
Campaña de la ONU Mujeres en el metro de Ciudad de México para erradicar el acoso sexual.Galo Cañas (Cuartoscuro)

La libertad de las mujeres en el espacio público, lugar de socialización y encuentro, todavía está en entredicho. El derecho a ocuparlo y desplazarse en él no ha sido conquistado. Por el contrario, permanecen subyugadas al miedo y la vulnerabilidad inexorables. Las causales varían, pero todas están vinculadas a la múltiple veces referida, aunque nunca suficiente o enérgicamente, desigualdad de género. Y este espacio no es sólo aquel de las calles y avenidas sino, sobre todo, el del servicio de transporte público. Un ambiente que teóricamente debería ser regulado y seguro, pero que en la práctica, en nuestro país, no sólo es incómodo, sino que es propicio para el acoso, secuestro, la violación; en resumen, la violencia simbólica, psicológica, social, sexual y física de las mujeres.

Parecería que por simple probabilidad son más propensas a “sufrir” las vicisitudes de la vida, y es que, conforme el censo 2020, de una población total de 126 millones de habitantes, 64 y medio millones son mujeres, es decir, el 51,2%; sin embargo, las raíces de la iniquidad que sufren en el transporte público en México son más complejas y poco foco se ha puesto en su reconocimiento y estudios de los quid, mucho menos en aportar soluciones efectivas.

A riesgo de asemejar una historia situada en algún país radical bajo un régimen teocrático, como aquellos que inspiraron el famoso Cuento de la criada de Atwood, es de sorprender que en pleno siglo XXI todavía haya en México mujeres que piden permiso a sus parejas o familiares para moverse solas. Pero los datos extraídos de la encuesta nacional Géneros asimétricos. Representaciones y percepciones del imaginario colectivo (UNAM y Universidad de Guadalajara, 2017) revelan que el 23% de ellas necesita autorización para ir a trabajar, 49.7% para salir sin compañía y 50% para hacerlo de noche. El no ejercer el derecho al libre desplazamiento significa que no son dueñas de su tiempo, cuerpo y, por ende, carecen de autonomía.

A esto se contrapone que, como indica la la encuesta Origen-destino en hogares de la zona metropolitana del Valle de México (INEGI, 2017), de las personas de más de seis años de edad que realizan al menos un viaje entre semana en la metrópoli de nuestra capital (15.63 millones), 50,6% son mujeres. Una cifra que podría parecer baja, pero que en términos absolutos representa 200.000 más en comparación con los hombres; es decir, 40.000 mujeres más al día. Ellas realizan más trayectos. Esto se explica, primero por el rol de cuidadora que se le ha asignado y que la obliga a realizar más viajes por motivos asociados a actividades en pro del bienestar de otros miembros de la familia como llevar a los hijos a la escuela, a los abuelos al médico, hacer las compras, etcétera; segundo, cuando hay un auto disponible en un hogar lo usa más el hombre ya que se asocia que ir a trabajar es una actividad más importante.

Un agravante es que su tiempo es menos valorado por no contribuir directamente a la generación de la riqueza familiar, ella puede esperar, tardarse más. En cualquiera de los dos escenarios, ya sea que no se le permita el libre desplazamiento o realice más viajes, la mujer mexicana vive en cierta medida una vida que no elige.

A esta no elección se suma una doble, la exposición a la violencia sistémica de la que habló Žižek cuando afirma que ésta ocurre en el trasfondo de una normalización y que por tanto presenta ciertos comportamientos que se juzgan “naturales”, pues aunque se les somete a ella tanto en el espacio privado como en el público, es invisible socialmente.

Nos ceguemos o lo neguemos, el mundo entero es una amenaza con la que las mujeres negocian a diario. De ahí que las cifras de ataques hacia ellas en el transporte público tan sólo no existan y es que en el conteo no se considera el necesario sesgo de género. Porque a pesar de ser un atentado a nuestra defendida democracia bajo la cual, más allá de la puerta de nuestras casas, en eso que llamamos “calle” no hay restricciones explícitas de acceso y desplazamiento para nadie, como afirma Mercedes Zuñiga Elizalde en Las mujeres en los espacios públicos: entre la violencia y la búsqueda de la libertad, las vialidades, el transporte “están lejos de ser neutros y, por el contrario, son entornos donde se generan múltiples exclusiones”.

La encuesta sobre Violencia sexual en el transporte y otros espacios públicos en la Ciudad de México (ONU Mujeres México, 2018), señala que, en materia de percepción de seguridad y miedo, el 54,4% se siente insegura y muy insegura en el transporte público, misma fuente que concluye que un elevado porcentaje también manifestó temor a sufrir un ataque sexual en el mismo espacio. Así, las mujeres para resguardarse de la violencia que conlleva el “trasiego de la vida pública”, término de la etnógrafa Linda McDowell, limitan su acceso al afuera, a esa zona más allá del hogar y las rejas que “las defienden”.

Más allá de las conocidas causas socioeconómicas, culturales y políticas de la violencia de género, aquellas directamente vinculadas al transporte público son tres: la primera es que aún existen rutas no reguladas pues, en las zonas sin cobertura de metrobús y metro, no existen paradas específicas: los microbuses y combis pueden modificar su trayecto si así les conviene por razones económicas o prácticas. No hay una certeza del viaje: inicio (dónde se sube), término (dónde se baja) ni tiempo. Usar el transporte público es azaroso, el usuario puede llegar puntual o no a su destino. En consecuencia, esta incertidumbre disminuye la seguridad de los pasajeros quienes, para al tener una mayor sensación de eficiencia, optan por el uso del auto o taxi. Pero, como se dijo, en el caso de las mujeres, en el ámbito familiar el uso del transporte privado les es negado o racionado.

La segunda es que sistemas como el metrobús y metro, que son más seguros por ser cerrados, están centralizados y funcionan sólo en el núcleo urbano, mientras que en la periferia prevalecen los sistemas sin rutas reguladas. La tercera es la ausencia de un registro nacional de unidades de transporte público, pues muchas de estas son ilegales, y tampoco se tiene certeza del número de usuarios en las rutas periféricas ni de los delitos cometidos por género.

Por desgracia o incompetencia, o ambas, las soluciones hasta ahora implementadas han sido fallidas. Los autobuses rosas en los sistemas Metrobús y Mexibús circulan cada media hora o más; y si una mujer desea tomarlo debe esperar. Los asientos rosas no siempre son respetados y es una medida coyuntural que no propone un cambio de paradigma, además, entre más se segregue, más se polariza. Las palancas de pánico son ineficientes pues los policías en esos sistemas no son autoridad, no están debidamente entrenados ni equipados.

La propuesta de solución más conveniente es la ya mencionada regulación y que sólo requiere talento para ser puesta en práctica. Saber a qué hora y dónde pasa un camión no sólo contribuye a la organización urbana y movilidad, sino que protege y salva la vida del 51,2% de la población, las mujeres. Su implementación es simple, pero tal vez no está en consonancia con la voluntad política.

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