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tribuna
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El ocaso británico

La sabiduría y estabilidad que tanto aportó Isabel II a la política británica nunca han sido más necesarias que ahora, porque los retos a los que se enfrenta el Reino Unido son varios y posiblemente existenciales

Flores e imágenes en recuerdo a la reina Isabel II, en el palacio de Buckingham, este viernes.
Flores e imágenes en recuerdo a la reina Isabel II, en el palacio de Buckingham, este viernes.Elisa Bermudez (Europa Press)

La muerte de la reina Isabel II pone fin no solo a la vida de una persona extraordinaria, sino a la de un ciclo histórico para toda una nación. Con solo 25 años, la entonces princesa ascendió al trono en 1952 y de esa forma para la mayoría del pueblo británico Isabel ha sido la monarca de toda su vida. Se ha ido un referente de serenidad, estabilidad y solidez. La sensación de pérdida es algo que toca a cada uno y el dolor es muy sentido.

Pero más allá de lo personal, la muerte de Isabel II dará lugar a reflexiones aún más profundas a nivel nacional. Durante los últimos cinco siglos, la economía, la política y la cultura de las islas británicas han estado sustentadas por un concepto central, el imperio, y su historia dominada por tres reinas: Isabel I, Victoria e Isabel II.

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La reina Isabel I dio un importante impulso al imperio en ciernes. Viajeros intrépidos como Sir Walter Raleigh y Sir Francis Drake exploraron nuevas tierras en América y se embarcaron en un saqueo brutal. La literatura y las artes florecieron bajo la estrella más brillante de todas, William Shakespeare. Durante el reinado de Victoria, en el siglo XIX, el imperio británico se expandió y se consolidó, desde la India hasta África, de modo que se convirtió en un proyecto sobre el que “nunca se ponía el sol”.

Sin embargo, una regla de la historia inquebrantable es que los imperios nunca duran y cuando la joven Isabel se convirtió en reina, el británico ya tenía sus días contados. Durante la Segunda Guerra Mundial, los británicos lideraron un esfuerzo internacional por derrotar al nazismo en nombre de la libertad, la democracia y la autodeterminación. No es de extrañar que otros países que habían vivido bajo la bandera británica exigieran ahora los mismos derechos. Y así fue como, a lo largo de la época de la posguerra, la reina Isabel II presidió el desmantelamiento del imperio que sus ilustres predecesoras, Isabel I y Victoria, tanto habían hecho por construir.

En 1962, el ex secretario de Estado estadounidense, Dean Acherson, hizo una observación aguda: Reino Unido había perdido un imperio pero no había encontrado un papel. Sin duda, Acherson tenía razón, pero el declive desde un imperio global a una potencia de rango menor nunca llegó a ser una debacle gracias en parte a la Commonwealth y a la presencia de Isabel II como jefa de Estado. La reina personificaba una imagen muy clara de una identidad compartida, y una conexión histórica, que gustaban a mucha gente dentro y fuera del Reino Unido.

El propósito exacto de la Commonwealth —una organización de unos 50 países del antiguo imperio británico— nunca ha estado muy nítida. Pero la dignidad de la reina Isabel fue muy importante para establecer un sentido de continuidad, incluso cuando era difícil articular exactamente el porqué. Ella personificó el cambio sin ruptura con su presencia global incluso cuando, con un análisis más racional, las razones precisas para la cohesión eran más difíciles de encontrar.

Esta misma capacidad de gestionar el cambio sin turbulencias fue aún más evidente en la política británica. Durante unas siete décadas Isabel se tomó muy en serio su papel de jefa de Estado y llegó a conocer bien a casi todos sus 15 primeros ministros que, a su vez abarcaron, más de un siglo: el primer jefe de Gobierno que sirvió a Isabel fue el ilustre estadista Winston Churchill, nacido en 1874 y la última, Liz Truss, nació en 1975. Cada día, la reina recibía un informe personal del Parlamento y cada semana se entrevistaba con el primer ministro. En sus autobiografías, estos líderes discrepan sobre muchos temas, pero hay un consenso total en un punto: cada uno valoraba mucho las reuniones semanales con la reina, por su sabiduría y por su discreción total. La reina no revelaba nada de esas conversaciones a nadie.

Desgraciadamente, esa sabiduría y estabilidad que tanto aportó Isabel II a la política británica nunca han sido más necesarias que ahora, porque los retos a los que se enfrenta el Reino Unido son varios y posiblemente existenciales. La fragilidad de su economía ha quedado expuesta plenamente con la pandemia de la covid-19 y la guerra en Ucrania. El Brexit ha acelerado el declive económico y ahora amenaza la unidad del Reino Unido. El Gobierno formado por nacionalistas escoceses en Edimburgo se dedica a convocar otro referéndum para lograr la independencia. Los unionistas en Irlanda del Norte, con el apoyo de la primera ministra Truss, están dispuestos a romper con los Acuerdos de Viernes Santo y hacer un daño irreparable con los vecinos de la Unión Europea. Tanto la política exterior como la cohesión nacional del Reino Unido están en peligro. Y ahora los británicos tienen que afrontar estas muchas incertidumbres sin la presencia tranquilizadora de su reina más querida, Isabel II.

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