El mundo que viene
Europa está obligada a reforzar su unidad ante el previsible enfrentamiento entre democracias y regímenes autoritarios
Nadie puede conocer los derroteros de la nueva época que se vislumbra, pero ya son evidentes las fuerzas motrices ante las que es necesario prepararse. Se trata de un tiempo de confrontación o de descarnada competición entre potencias, en el que un alto grado de dependencia exterior en materias o productos estratégicos puede convertirse en una debilidad letal. Es un mundo en el que la globalización se reconfigura y el atlas geopolítico se mueve, y que nada tiene que ver con el alumbrado tras la caída del muro de Berlín. Está marcado por el pulso ideológico entre democracias y regímenes autoritarios que —así lo dicen— quieren construir un orden mundial diferente y en el que, más que antes, es imprescindible para los europeos que la UE refuerce su cohesión interna.
El ataque de Rusia a Ucrania con sus catastróficas consecuencias monopoliza en primer plano la atención. Todo induce a pensar que el escenario más creíble es el de una prolongada guerra de desgaste. Según los indicios de los que disponen, los servicios de inteligencia de Estados Unidos —que acertaron al prever la invasión— consideran que Vladímir Putin está determinado a seguir adelante pese a los graves daños sufridos. Ucrania está también decidida a seguir defendiéndose, y Occidente a apoyarla en esa legítima defensa. En ese marco, es sensato seguir suministrando medios a Kiev y es necesario prepararse para gravísimas disrupciones en el sector energético y una prolongada fase de inflación desbocada. Es creíble pensar que Putin considere que nuestras sociedades están menos dispuestas a aceptar sufrimientos que la suya —dominada por la represión y la manipulación informativa—. Es probable que acepte ver mermados sus ingresos con tal de infligirnos un sensible daño energético en el invierno. Es necesario, además de paliar los estragos de los altos costes actuales, preparar en detalle planes de contingencia para un escenario todavía más adverso, en el que resulta vital que la UE no se divida ante la escasez de recursos. Y es fundamental hablar claro a las opiniones públicas sobre los sacrificios que todo ello comporta por más que se arbitren políticas públicas que lo amortigüen.
En un segundo plano, la relación con China —indiscutible protagonista del siglo XXI— está llena de incertidumbres. Cada vez parece haber una mayor toma de conciencia en todos los niveles políticos y empresariales de los peligros de una excesiva dependencia del gigantesco mercado asiático. Incluso en la poderosa industria alemana, que ha obtenido enormes beneficios de la interacción con China, se impone la idea de diversificar sus proyecciones. Apple, quizá el gran símbolo de la sinergia en las últimas décadas entre diseño tecnológico occidental y manufactura china, ha empezado a trasladar a Vietnam algunas cadenas de producción. La secretaria del Tesoro de EE UU, Janet Yellen, habla de la necesidad de establecer en países confiables las cadenas de producción. Tras la dolorosa experiencia de la pandemia (cuando no se conseguía disponer ni de mascarillas) y la amenaza ahora de cortes energéticos desde Rusia, Europa hará bien en preparar, sin cortes abruptos y sin radicalismos y enfrentamientos que le son ajenos, planes de autonomía estratégica para evitar exponerse a un grado de dependencia que amenace su existencia.
El mundo que viene parece marcado por la polarización de los grandes actores y eso acabará afectando a todos los demás. La UE debe evitar contribuir a esa espiral negativa, pero sin caer en apaciguamientos inútiles ni en confianzas ingenuas. Tampoco debe ceder en sus principios para reforzar sus intereses. Y cuando vengan tiempos más difíciles que la pongan a prueba, no puede olvidar que es la unidad entre los europeos la mejor garantía de un futuro democrático y próspero.
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