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tribuna
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La fea realidad

El fin de las mascarillas ha supuesto algunas decepciones estéticas por culpa de nuestro cerebro, que tiende a “rellenar datos” de lo que no percibe. Pasa con los rostros y con el mundo

Uso de mascarillas
Cartel en una escuela infantil gallega en 2020.CONCELLO DE ABEGONDO (Europa Press)
Pilar Fraile

Desde que nos hemos quitado las mascarillas ha habido algunas decepciones: quien más quien menos se ha sorprendido al observar por primera vez la cara de su autobusero, de su cartera, de un vecino, y diciéndose: “Uy, pero si es feo”.

El asunto, que ha sido objeto de distintos estudios, a la cabeza de ellos el famoso Beauty and the Mask de la universidad de Pensilvania, parece incontestable: con mascarilla resultamos más atractivos.

La razón de este fenómeno estaría en nuestro cerebro, más concretamente, en nuestra estructura perceptiva. Desde la Gestalt sabemos que no soportamos el vacío y tendemos a “rellenar los huecos”, así que durante los casi dos años de pandemia nos hemos dedicado, sin saberlo, a dibujarle caras a las personas que con las que nos topábamos.

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Lo sorprendente no es tanto que completemos las imágenes fragmentarias, sino que al hacerlo “maquillemos” la realidad. Al menos esto es lo defiende el profesor Bence Nanay, de la universidad de Amberes, quien explica que nuestro cerebro, ante esta situación, recurre a algo así como un “repositorio de rasgos”, y adjudica una media de los que tenemos almacenados, que, siempre, resulta ser más ventajosa que lo real.

Que hayamos sido capaces de vivir en un mundo de rostros imaginarios con tan pasmosa naturalidad, sin que a ninguno de nosotros, al parecer, le costase especiales esfuerzos la construcción de ese entorno ideal, no deja de ser inquietante. Pero, ¿es esta la única ensoñación en la que hemos vivido últimamente? Creo que no. Hace pocos días, al hilo de una conversación sobre el clima, un amigo me decía que prefería no tratar el tema, porque le generaba demasiada angustia: “Conozco lo grave de la situación”, comentaba, “pero prefiero no pensarlo”. No es el único, cada vez hay más personas que renuncian a ver o leer noticias, por motivos similares. Desde que se levantó el velo de la realidad poscovid, nos hemos topado con un mundo que nos resulta apabullante e incluso insoportable.

¿No ha hecho sino empeorar nuestra sociedad desde hace dos años? En parte parece que sí. Es difícil soslayar la nueva guerra, la amenaza nuclear, la inflación, el aumento de la desigualdad —hace pocos días el nuevo informe de Oxfam-Intermon, Beneficiarse del sufrimiento, constataba que: “La riqueza de los milmillonarios se ha incrementado tanto en los últimos 24 meses como lo ha hecho en 23 años”—. También es cierto que nos enfrentamos a un resurgimiento de discursos machistas y xenófobos: recientemente, en este mismo periódico, la propia Margaret Atwood mostraba su asombro al ver que su Cuento de la criada, del que temió que fuera tachado de inverosímil cuando se publicara en 1985, parezca estar haciéndose realidad en 2022.

Pero me pregunto si no habrá en este disgusto nuestro algo parecido a la decepción con la que miramos a esa compañera de trabajo, que habíamos considerado muy atractiva hasta que se quitó la mascarilla. Porque durante el periodo covid hemos vivido con una especie de máscara puesta sobre lo que sucedía, un velo promovido en parte por los medios de comunicación que, centrándose en la epidemia velaron consciente o inconscientemente todo lo demás, y, en parte también, por ese cerebro nuestro, que tiende a idealizar lo que falta.

Porque, no nos engañemos, muchos de estos desastres llevaban tiempo cocinándose, piensen, por poner un ejemplo, en el auge y ascenso al poder de las ideologías de extrema derecha. La cuestión, tal vez, es que estos males renovados nos resultan insoportables después de haber vivido un tiempo bajo el influjo de la máscara. No puedo evitar pensar en un cartel humorístico que se ha hecho viral en redes en las últimas semanas sobre un meteorito aniquilante que iba a caer, supuestamente, el pasado seis de mayo. La predicción era un bulo, evidentemente, pero lo interesante es que el chiste no hace mofa del fallo predictivo, sino que abunda, con ironía, en la decepción por que no haya caído el meteoro para que “se acabara todo esto de una vez”.

La sátira de la película No mires arriba, con toda su mala baba, empieza a palidecer ante la realidad: ya no es que no queramos ver el cataclismo, sino más bien, que el nivel de este nos parece tan insoportable que casi desearíamos —y no desearíamos, que para eso somos posmodernos—, que un desastre más fundamental aún acabase con el resto de desastres y así no tener que enfrentarnos a ellos.

La encrucijada que se nos plantea no es fácil, ¿nos quedaremos perdidos en nuestra ensoñación, tal vez incluso esperando que el meteorito o los ovnis —que la Nasa ha vuelto a sacar del armario en esa especie de revival de la Guerra Fría que vienen últimamente escenificando—, pongan un fin a todo esto, o trataremos de comprender el verdadero rostro del nuevo mundo para poder hacer algo al respecto?

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