El canon de la culpa
España puede hacer las paces con su historia sin victimismos ni esencialismos, sin castigarse en bucle por el pasado ni por los prejuicios extranjeros; es lo que conseguimos en el 78, ser “un país más”
Los franceses hablaron de “la España indolente”, los anglosajones se saben de memoria las palabras “mañana, mañana” y hasta un observador tan transparente como Brenan no se resiste a mencionar las mancebías presididas por una imagen de la Virgen. Cada país ha generado sus lugares comunes, su leyenda negra y su leyenda rosa, y si la mirada extranjera leyó a Cervantes y prestigió a Goya, también iba a resumir la vida a la española como —según leemos en Richard Ford— “una vida dedicada al ocio y entregada a la conversación, la siesta, el paseo, la música y la danza”.
Llegada en fecha tardía a los itinerarios cultos europeos, España iba a ser menos un país de belleza que un país de autenticidad y color local: el arraigo de nuestros tópicos es tan hondo que —antes de 1850—, el propio Ford se lamenta de que en el país apenas se vean ya ni monjes ni mantillas. El cliché turístico alcanza hasta nuestros días, de “las corridas de toros, gitanos y canciones en la calle” que observó Orwell hasta la consideración de España como “la tierra del romanticismo en su verdadero sentido”, según Havelock Ellis en los mismos años treinta. Tan añorado, ni nuestro querido Hugh Thomas se libra al afirmar en el año 2000 que “el gusto por las fiestas es compartido por todas las gentes de España”: será que no es una constante antropológica.
No hay duda de que estas seducciones siguen atrayendo a viajeros incontables cada año, y aun puede argüirse que mejor tener una imagen, por sesgada que sea, que no tener ninguna. Pero entre la vivencia de España como excepción y la vivencia de España como problema hay concomitancias que van más allá de la mirada ajena y nos hablan de una tradición de credulidad hacia los tópicos entre los propios españoles. Para Víctor Pérez Díaz, ninguna otra sociedad se toma con igual carga dramática lo que de ella se dice desde fuera. Para Tom Burns, la capacidad abrasiva de tanta leyenda ha tenido consecuencias negativas para la autoestima de muchos españoles y, en definitiva, para la imagen del país.
Para probarlo quizá baste observar cómo hemos reaccionado ante esa mirada ajena. En primer lugar, con un punto de narcisismo resistencialista, que halla su mejor eslogan en el Spain is different: una excepcionalidad hispánica que subrayaría valores de idealismo por oposición al materialismo del polo anglosajón. Es la célebre “reserva espiritual de Occidente”. La otra actitud con que hemos vivido la excepción española es la que podríamos llamar el canon de la culpa, que denota un malestar con la propia Historia. Esta posición es la predominante, como puede colegirse tras el mero recuento, por poner un ejemplo, de los biopics dedicados a Fernando el Católico —o a Cervantes, o a Clara Campoamor— frente a la producción audiovisual sobre nuestras riñas. También es la actitud de quien patrimonializa como españoles rasgos universales como la envidia o el cainismo. O la de quien tiene una visión unívocamente condenatoria de un pasado de proyección global, a despecho de que, como dice Isabel Santaolalla, cualquier noción imperial está totalmente ausente de nuestra imaginación colectiva. Este bucle interminable de la culpa, imposible de satisfacer ni de pagar, se materializa también en la vuelta del franquismo —que llegamos a creer más superado que los reyes godos— a la conversación nacional. En paralelo, el canon de la culpa —y este es uno de sus mayores defectos— desincentiva la difusión de rasgos positivos de nuestro país. Aquí no faltaría qué elegir: España es una potencia cultural, un campeón humanitario, un actor responsable en el mundo. Sin embargo, es notable comprobar que los españoles, por ejemplo, hemos sacado adelante legislaciones muy avanzadas sin haberlas capitalizado plenamente: aún se nos ve, de modo consistente, más tradicionalistas de lo que somos.
Con un punto de melancolía, podemos pensar en la majestuosa indiferencia con que —de Pérfida Albión a “nación de tenderos”— pueblos como el británico han asistido a los denuestos foráneos. Pactar con el propio pasado no debiera, en todo caso, ser una meta inalcanzable: incluso hemos conocido nuestras treguas. Hace apenas unos días, la Universidad de Oxford celebró su funeral por Sir John Elliott: en un sobresaliente elogio fúnebre, el catedrático de Bristol Fernando Cervantes vino a decir que, sin labores como la de Elliott, España hubiese tenido mucho más difícil su Transición. Es una mirada audaz, pero muy intuitiva si, lejos de labores de reconciliación ajenas a la labor del historiador, valoramos los efectos de su trabajo en la desmitificación y normalización del pasado: el alivio de todo yugo romántico. En verdad, si los hispanófilos del XIX terminaron por dar una visión orientalista de España, fue mérito de los hispanistas académicos del XX tratar a España en su complejidad y su claroscuro, sin duda, pero —en palabras de otro oxoniense inolvidable, Raymond Carr— sin fatalismos ni esencialismos: no como “una víctima del Sur”, sino como “un país más”. Es lo que nos creímos en el 78. Y quizá no nos venga mal seguir siendo crédulos también con esto.
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