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Columna
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Los que no buscan que se les haga caso

Un tipo mató a un hombre, fue condenado a 20 años de prisión y se escapó antes de entrar en la cárcel. Se escondió delante de todos, en Barcelona, y formó una familia

Ingrid Bergman y Roberto Rossellini, en 1949.
Ingrid Bergman y Roberto Rossellini, en 1949.
Manuel Jabois

En una película independiente que dirigió Mario Iglesias, De bares, un hombre llega a un bar, se acerca a la barra y trata de pedir algo, sin éxito. Le pasa una y otra vez. No es invisible, pero lo parece. Son cosas que ocurren a menudo. Incluso tipos o tipas despampanantes, que atraen toda la curiosidad del local, de repente se vuelven invisibles a ojos del servicio, como si en el radar de este no importasen tanto las llamadas de atención convencionales como un sexto sentido que les exige fijar la atención en otro sitio. En Manuel Vicent, por ejemplo, que un día dijo que viajar consiste en que te conozcan por tu nombre los pianistas de los grandes hoteles. O en Óscar Tusquets, que, cuando se fue del hotel Connaught de Londres dejando atrás varias camisas en la lavandería, se las encontró planchadas sobre la cama tres años después. Ese reconocimiento es todo lo que uno tiene que pedirle a la vida.

El protagonista de La Sombra (Libros del KO), de David Cabrera, no es, definitivamente, Manuel Vicent. Ese protagonista mató a un hombre, fue condenado a 20 años de prisión y se escapó antes de entrar en la cárcel; en lugar de salir a algún país remoto, se escondió delante de todos, en Barcelona, y formó una familia. Sin identidad, eso sí: un ciudadano inexistente para el Estado, alguien sin número. La historia es alucinante. A fuerza de supervivencia (“mi instinto es muy fuerte”, dice) consigue hacer voluntariamente lo que aquel protagonista de De bares: pasar desapercibido llamando a gritos a un camarero o que la gente no repare en él después de apalizar a alguien en plena calle. Ser exactamente eso: una sombra, aquello que ves o intuyes, pero no le pones nombre. Por esas páginas de un hombre desconocido y anónimo con hábitos de superespía (memoria prodigiosa, autocontrol, resistencia psicológica y una extraordinaria capacidad natural para mentir) pasa además un retrato estupendo de la degradación de las administraciones: se puede vivir sin ellas si las corrompes lo suficiente.

En un momento del libro, el protagonista conoce a su madre, que lo abandonó cuando él tenía dos años. Es un reencuentro extraordinario por lo que tiene de real: no hay emoción, ni sentimientos, ni cámaras rodando una película que no existe. Son dos desconocidos presentándose y despidiéndose con dos besos en la mejilla, pero emplazándose para una nueva ocasión y otra. Y la mala madre cuenta qué pasó. Harta de las palizas de muerte de su marido, cogió a los niños y huyó; el hombre la encontró, se los quitó y la amenazó de muerte si volvía a acercarse a ellos.

Es impresionante cómo de repente La Sombra lleva, por inercia, a otra novedad, Las abandonadoras (Destino), de Begoña Gómez Urzaiz. Al contrario de lo que ocurre en esas páginas del libro de Cabrera, el de Gómez Urzaiz no es una reparación ni una exculpación de madres que dejan a sus hijos. Intenta responder a la pregunta que formula al principio: ¿qué clase de madre abandona a su hijo? Hay muchas respuestas, a veces dadas por las propias protagonistas. Quizá mi preferida sea la de la hija de Ingrid Bergman tras dejar la actriz a su familia en Estados Unidos para irse con Roberto Rossellini: “Mi madre nos dejó porque se fue a Italia a follar con un señor”. A veces tampoco hay que darle muchas vueltas a las cosas: a veces, incluso, una madre abandona a sus hijos por la misma razón que los padres.

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Sobre la firma

Manuel Jabois
Es de Sanxenxo (Pontevedra) y aprendió el oficio de escribir en el periodismo local gracias a Diario de Pontevedra. Ha trabajado en El Mundo y Onda Cero. Colabora a diario en la Cadena Ser. Su última novela es 'Mirafiori' (2023). En EL PAÍS firma reportajes, crónicas, entrevistas y columnas.

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