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Putin, gran federador

El imperativo de unión ante el enemigo común se erige así en tercer gran trampolín de la construcción europea

El presidente ruso, Vladímir Putin, preside una reunión por videoconferencia desde su residencia de Novo-Ogaryovo, a las afueras de Moscú el pasado día 2.
El presidente ruso, Vladímir Putin, preside una reunión por videoconferencia desde su residencia de Novo-Ogaryovo, a las afueras de Moscú el pasado día 2.REUTERS
Xavier Vidal-Folch

El desafío de Vladímir Putin no podía contrarrestarse con los “pequeños pasos” de un lento amalgamar “intereses comunes” ideados por Jean Monnet como método para construir lo que hoy es la Unión Europea. Ha exigido una respuesta rápida y con pasos de gigante, que a veces perjudican colateralmente intereses de Estados miembros particulares, o de todos ellos. Eso constituye una revolución mental y moral en la UE, invento creado para generar bienestar ininterrumpido, sin retrocesos. Con mucho esfuerzo, pero menos sacrificios. Ha relanzado la asignatura pendiente de la política de Defensa: aumento de la inversión, compra conjunta de material, envíos cofinanciados a Ucrania, creación de una fuerza de intervención rápida en 2025. Ha asentado la política exterior, con sanciones económicas al Kremlin que por vez primera pueden ocasionar rebotes negativos en los hombros de los Veintisiete.

También ha revolucionado la tísica política energética, buscando diversificar el suministro, acelerar las renovables y la autonomía continental. Ha removido la política de asilo e inmigración, sobre un templete humanitario e inclusivo que dificultará su reversión. Ha cuarteado el subgrupo iliberal de Visegrado, distanciando al populismo polaco de la autocracia húngara. Ha impulsado la Conferencia sobre el futuro de Europa, que ojalá induzca a una ambiciosa revisión de los Tratados, o una reforma minimalista pero de efectos maximizantes.

Último, pero no menor. Ha soldado brechas antiguas. Dos socios de tradición neutral, Suecia y Finlandia, se han proclamado candidatos para ingresar en la Alianza Atlántica —y así gozar de más paraguas—, lo que refuerza el peso europeo en ella.

Y sobre todo, los daneses vuelven al redil. En 1993 rechazaron en referéndum ratificar el Tratado de Maastricht (al que los franceses habían dado un rácano petit oui): se suavizó su desafección, permitiéndoles autoexcluirse de la defensa común y (en parte) del euro, entre otras concesiones al euroescepticismo pijo. Ahora, también por referéndum, Dinamarca se apunta abrumadoramente a la defensa europea.

El efecto Putin se erige así en tercer gran trampolín de la construcción europea. La misión de la federalización fundacional fue resolver un vicio interno: imposibilitar guerras fratricidas continentales. Luego, crisis externas como las turbulencias monetarias con EE UU, o la pandemia, alumbraron el euro y los eurobonos. Ahora, el imperativo de unión ante el enemigo común —lo que faltaba a la UE y le sobra a Estados e imperios—, o sea, el Kremlin, es el nuevo salto federador. Terrible. Y benéfico.

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