Ganar un premio que no te han dado
Puedes ganar un premio y celebrarlo o puedes perderlo y estar triste, pero creo haber inventado un género nuevo al celebrar un trofeo que nunca llegó. La habilidad del Premio Cirilo Rodríguez de periodismo es hacerte sentir triunfador incluso cuando el escenario se convierte en un patíbulo y el ahorcado pone hasta la cuerda
Supongo que uno escucha lo que quiere escuchar. La frase “está usted suspendido, vuelva en septiembre”, se puede interpretar sin gran esfuerzo por un “está usted aprobado, no hace falta que estudie en verano”. A la oración “no voy a salir contigo a cenar, te lo he dicho mil veces”, es fácil cambiarle algunas palabras y convertirla en “voy contigo encantada, por fin me lo has pedido”. Los psicólogos han estudiado ampliamente un fenómeno consistente en mezclar en el subconsciente deseo y realidad y supongo que este fue el caso. Me pasa muchas veces.
Acababa de llegar a Ucrania desde México, donde cubro habitualmente la actualidad de México y Centroamérica en la redacción de EL PAÍS, cuando una llamada de los jefes hizo sonar el teléfono casi a las nueve de la noche. En general ninguna llamada de los jefes augura nada bueno, pero en un periódico esas horas las carga el diablo. No fue el caso. Lucía Abellán, la responsable de Internacional, me dijo ilusionada que había pasado el corte y estaba entre los tres seleccionados para el premio Cirilo Rodríguez que cada año concede un amplio jurado de periodistas de distintos medios a un corresponsal o enviado especial español en el extranjero. Independientemente del resultado, yo ya me sentía ganador, pero nunca imaginé que 20 días después saldría de una guerra para meterme en un conflicto sonrojante sobre un escenario de Segovia.
La organización del Premio no tiene la culpa. En realidad, nadie excepto yo tiene la culpa. Me lo habían explicado con claridad antes de que comenzara el acto. Es cierto que las pausas no ayudan y que el Cirilo Rodríguez no son los Oscar ni la Champions League, pero para mí es más que ambas cosas fusionadas y si la presentadora del evento dice: “El jurado ha querido reconocer este año como primer finalista a….”, pues uno solo escucha “primer”, después el nombre; luego la sangre ya no fluye, mi madre aplaude y ya está montado el lío.
Yo tenía intención de soltar mi discurso por lo civil o lo militar. En el auditorio del Parador o en el bar con el codo apoyado en la barra. No salgo del frente de Mikolaiv en el sur de Ucrania y me meto una paliza de 36 horas que incluye dos coches, dos aviones y dos trenes para quedarme callado y dar las gracias a la ciudad de Segovia. Sabía desde que salí del hotel que quería dedicarle el premio a los valientes periodistas de México y Centroamérica que viven la peor ola represiva que sufre la prensa en las últimas décadas, a la redacción de este diario en América y también a mis padres, que por primera vez no habían sido convocados por las autoridades para buscar nuevo colegio. Como yo ya me sentía ganador, ahora aspiraba a la inmortalidad: quería entrar en el chat de las amigas de mi madre y en sus conversaciones del estanco.
Porque para eso llegó Armstrong a la luna, para que se enterara su madre. Nunca he sentido más frustración que cuando trabajaba en la agencia Associated Press en Colombia y después de algún reportaje sobre la guerrilla de las FARC me llamaba un senador de Kentucky para pedirme mi opinión de cara a un desembolso millonario para un plan de desarrollo que estaba pendiente de aprobación en la Cámara. “Dale los millones”, pensaba yo, “a ti que más te da”, incapaz de hacer un discurso más elaborado, cuando yo, en realidad, lo que quería es que me llamara mi madre para decirme “no me ha gustado mucho el artículo” o “ese tema es que es un poco rollo”. Sabía entonces que no había acertado con el enfoque, aunque desde Kentucky insistieran en pedirme mi opinión.
Pero yo estaba nervioso y el formato tampoco ayudó. Nunca pensé que un premio de periodismo se resolviera anunciando primero a quien ha quedado segundo, luego al que ha quedado tercero y por último al ganador. Se notó mi bisoñez porque no me enteré de nada y, efectivamente, solté mi discurso mientras ignoraba los gestos que me hacían desde el patio de butacas.
Hasta que no bajé de aquel escenario convertido en patíbulo no me di cuenta de que algo no iba bien. Recuerdo con cara de tonto la mano de Ramón Lobo tocándome el hombro para decirme “tú no ganaste, pero seguro que otro año lo logras”, que fue algo así como el “no te ha tocado, sigue jugando”, de los yogures. Pero pensé que era un chiste de los suyos. Solo cuando vi a Griselda Pastor recoger su galardón entendí la dinámica y comencé a hacerme cada vez más pequeño mientras repasaba mentalmente cada frase para saber en cuántas de ellas había hecho el ridículo. No faltó ningún tópico: este premio también es vuestro, no había preparado nada, esta vez me ha tocado a mí… A lo Gregorio Samsa, en cuestión de pocos minutos pasé de periodista a cucaracha sin necesidad de 100 páginas de libro. Por supuesto, cuando el vencedor, Placid Garcia-Planas, subió a recoger el premio yo aplaudí como el que más porque eso sí lo llevaba ensayado. Obviamente, sus bolas de cristal elaboradas por la Real Fábrica de Cristal de Segovia, el trofeo del ganador, eran bastante más grandes que las mías, aunque a esas alturas del fallo, hasta eso puedo poner en duda. Desde entonces nunca me habían felicitado tanto por perder. Era como Chanel, pero sin purpurina y con cochinillo de Cándido.
Como decía, el Cirilo Rodríguez no es un Oscar, pero para un corresponsal es como si lo fuera. Cuando salí de allí me sentía como aquella modelo colombiana a la que Steve Harvey proclamó Miss Universo para tres minutos después rectificar y anunciar que la corona era, en realidad, para Filipinas. Sí, es cierto, me dijo después mi hermano. Pero ahí, Jacobo, el error fue de la organización, aquí la cagada ha sido plenamente tuya. Para no defraudarle, yo entendí que había ganado y que debía ir a celebrarlo. Me pasa muchas veces.
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