El discurso del colapso
El negacionismo habita la izquierda tanto como la derecha, y proyecta su enfado hacia las alianzas europeas, difuminando el enemigo al que nos enfrentamos
Un nuevo extremismo recorre Occidente: la queja y su retórica. Lo decía Rosi Braidotti en un seminario del grupo The Left en el Parlamento Europeo. Versaba sobre el auge de la extrema derecha, pero esta profesora de Utrecht habló de la extraña mutación de la izquierda, que adopta hoy una forma apocalíptica y regresiva de estar en el mundo, compartiendo con la derecha ultra la queja constante y la denuncia de nuestro declive. “Todo es pérdida, pérdida, pérdida”, dijo irónicamente, como si hablase de una columna de Javier Marías. Pero es a la imbecilidad de la política soberanista a lo que se refería Braidotti, como la de Mélenchon, con su falsa erótica de la desobediencia contra el derecho comunitario que nos protege; o la del negociador del Brexit, Barnier, que casi compra la simpleza de la teoría del reemplazo del ultra Zemmour.
Nuestra experiencia reciente del mundo, la inagotable serie de catástrofes que parecemos vivir, es el sesgo más poderoso al que nos enfrentamos, y la UE sigue siendo el chivo expiatorio de todos nuestros enfados. Pero en Bruselas hay una energía extraña, difícil de captar desde nuestra periferia autoinoculada. Hay una Europa gestándose, hacia dentro y hacia fuera. Internamente, el presidente del Consejo propone la reforma del proceso de ampliación, que sería gradual y reversible; hacia fuera, se habla de una comunidad geopolítica que aglutine a casi todo el continente. Es posible que la globalización feliz haya terminado: los bloques geopolíticos buscarán la autosuficiencia, impermeables a las presiones. La interdependencia se percibe como una fuente de vulnerabilidad, como vimos con la escasez de mascarillas, o con el cambio climático y la invasión de Ucrania: dependemos de otros para nuestra supervivencia energética y alimentaria. Reconfiguramos el mundo, y la apertura económica ya no parece un fin en sí misma: implica riesgo geopolítico. Hay alianzas que se fortalecen e interdependencias que nos afanamos en cercenar. La victoria rusa podría ser el triunfo de la Europa que desea Putin: el fin de nuestra identidad posnacional.
¿Qué dicen los soberanistas Mélenchon o Barnier sobre esto? ¿Se puede defender la paz sin ceder al matonismo de Putin? ¿Qué significa una Europa pacífica y desarmada hoy? ¿Aceptar la ley del más fuerte y que Putin se mueva a su antojo? ¿Qué respuesta tienen la izquierda o el feminismo? ¿Qué implica hablar de paz cuando las violaciones de mujeres son un instrumento de guerra en Europa? El negacionismo habita la izquierda tanto como la derecha, y proyecta su enfado hacia las alianzas europeas, difuminando el enemigo al que nos enfrentamos. Huir del tono apocalíptico, del discurso del colapso o el lamento ante la pérdida de privilegios podría ser una forma de orientarnos de nuevo y recuperar propuestas afirmativas que no caigan en un optimismo vacuo. Porque Europa es un proyecto en curso y, hoy más que nunca, necesita nuestra atención.
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