Lecciones francesas
En este tiempo tan marcado por la volatilidad y la inmediatez, hoy menos que nunca en política se debe dar nada por sentado


Las elecciones no se ganan hasta que se vota. Es la primera lectura que cabría hacer de las presidenciales francesas que hoy celebran su primera vuelta. La vertiginosa subida de Marine Le Pen en el último tramo de la campaña nos alerta sobre este tiempo tan marcado por la volatilidad y la inmediatez: en política, hoy menos que nunca, no se debe dar nada por sentado. Y aunque es probable que gane Emmanuel Macron, los fantasmas de Donald Trump y el Brexit asoman estos días por el país galo. Si, al comienzo de la campaña, los franceses cerraban filas en torno a su presidente por la guerra de Ucrania, en la última semana es la cuestión social la que ha marcado con fuerza las preocupaciones del electorado disparando la intención de voto para la ultraderecha. Es un buen ejemplo de lo rápido que cambia todo, pero especialmente nuestro estado emocional. En unos días hemos pasado de “para qué votar si la suerte ya está echada”, como me dijo un estudiante erasmus, a “en la primera vuelta votaré al candidato que realmente me gusta”, como matizaba este mismo viernes.
La lección vale, sobre todo, para Macron y su negativa a quitarse el traje de presidente jupiterino y ponerse el de candidato. “Está dedicado a salvar a la humanidad, no bajará al fango de la campaña”, decía otro estudiante. Porque no es la guerra la que ha despolitizado el ambiente electoral, sino el uso que todos sus actores —incluidos los mediáticos— han hecho de ella, y fundamentalmente Macron, intentando sacar partido de su posición de favorito. Mientras rechazaba ir a los debates bajo el pretexto de que sus predecesores no lo hicieron, Le Pen se ha recorrido Francia para hacer lo que se espera de cualquier político que opte a una elección presidencial: una campaña electoral.
A pesar de presentarse como el challenger del sistema desde su extremo centro, Macron olvida que los códigos de la política han cambiado. El presidente encaja en esa corriente tecnoliberal que sigue recurriendo al discurso del miedo, a la máxima thatcheriana de que “solo hay una política posible”. Dicho discurso hace que algunos prefieran hacer populismo antipopulista en lugar de leer y entender la complejidad de la cambiante sociedad francesa, cada vez más múltiple, fragmentada y dividida. La ciudadanía se resiste ya a votar con la pinza en la nariz y, antes que el malmenorismo, prefiere el voto de castigo. Las viejas reglas sistémicas han dejado de funcionar y la subida de la extrema derecha en Europa es una prueba de ello: sus códigos para leer los conflictos políticos reinan ya en el debate público, y así es más fácil normalizarla. Aunque lo más sorprendente es que tampoco parece funcionar el famoso cordón sanitario: Valérie Pécresse no dará instrucciones de voto en la segunda vuelta. El discurso de la demonización ha llegado al fin de sus días. No nos vendría mal tomar nota aquí de todo esto.
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