En el camino
La tarea de unos padres, además de equipar a sus hijos como mejor se pueda para que tengan una vida buena, debería ser enseñarles a envejecer. A estar de pie cuando se llegue allí
Hace poco estaba en la terraza del restaurante de una ciudad del Caribe, sentada a una mesa con varios colegas. Conversábamos, nos reíamos en medio de una brisa que por momentos era vendaval, y de pronto dos de ellos se quitaron los audífonos —yo no me había dado cuenta de que los tuvieran, dos discretos caracolitos transparentes— y comenzaron una competencia jocosa por ver cuál era mejor. Los manejaban desde sus teléfonos. “Mira —decía uno—, el mío te regula el sonido de fondo”. “No, mira —decía el otro—, este te evita el eco y se puede direccionar”. Comparaban precios, se daban consejos, contaban padecimientos cotidianos —perderlos, quedarse conectados a todo volumen— y utilidades obvias: apagarlos durante una reunión aburrida. Se me cruzó la idea de que difícilmente dos mujeres hablen con esa soltura y en público de sus audífonos —ni siquiera hablan entre ellas de sus tratamientos de suplantación hormonal—, y no porque no haya mujeres con problemas de audición. Pero me quedé pensando qué lindo debe ser ir de esa forma, con ese humor, hacia las edades altas. Mis colegas no tienen edad avanzada, pero de todos modos: qué lindo ir así. En mi familia no hay casos de vejez hermosa. Una de mis abuelas, a quien en sus últimos años le costaba caminar, que había desarrollado alergia a los medicamentos y que veía poco, me dijo: “Querida, la vejez es una porquería”. Ella, que era mi héroe, me decía que la vida por la que yo me deslizaba inevitablemente hacia la muerte era, en su tramo final, un tiempo horrible. Aquella noche, mientras escuchaba a mis amigos, me dije que la tarea de unos padres, además de equipar a sus hijos como mejor se pueda para que tengan una vida buena, debería ser enseñarles a ser viejos. A estar de pie cuando se llegue allí. A pensar que nada está perdido hasta que todo esté perdido.
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