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Tribuna
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El dinero es violencia y es democracia, pero no a la vez

Me permito preguntarme si la democracia que defendemos con fervor está en condiciones morales de pedir a sus ciudadanos algo tan sencillo e indoloro como que bajen la calefacción

"Comprobamos en nuestro bolsillo que defender la libertad no es barato".
"Comprobamos en nuestro bolsillo que defender la libertad no es barato".
Nuria Labari

Que el dinero es una forma de violencia ya lo sabíamos, pero quizás nunca como ahora ha resultado tan evidente que es un arma de guerra y que sirve, como cualquier ejército, para luchar por los ideales democráticos. Por este motivo, porque el dinero democrático no lo acepta todo, decenas de empresas occidentales (entre las que se cuentan McDonald’s, Inditex, Coca Cola, Netflix, Google, Volkswagen o Ikea) han cancelado su actividad comercial en Rusia. Si bien su capacidad de disuasión no es nada comparada con la guerra de la energía, que ya ha sido oficialmente declarada y cuya factura tendremos que pagar entre todos. “La libertad tiene un coste”, nos ha explicado Joe Biden. La pregunta ahora es quién tiene que pagar su precio para que el dinero invertido se convierta realmente en más democracia y no en más violencia.

Dos semanas después de que empezara la invasión, comprobamos en nuestro bolsillo que defender la libertad no es barato y que el precio de nuestros valores sigue subiendo. La factura de la luz está en máximos históricos, la subida del carburante podría colapsar el transporte y la calefacción es mejor no ponerla, por motivos tanto económicos como patrióticos. Así, el Alto Representante de la UE para Política Exterior, Josep Borrell, ha pedido que los europeos regulemos el termostato de nuestras casas para ayudar a cortar el cordón umbilical con Rusia. “Corten el gas en sus casas, disminuyan la dependencia de quien ataca a Ucrania”, ha dicho. Sin embargo, es difícil recibir esta invitación con entusiasmo democrático en España, un país donde cerca de siete millones de personas sufren la pobreza energética. Puede resultar violento pedir a los europeos que corten el gas cuando millones ya pasaban frío antes de que Putin atacara Ucrania. En España, por ejemplo, difícilmente podrán los trabajadores pagar la “plusvalía democrática” que ha elevado el precio de la luz, la gasolina o la calefacción cuando el año pasado los precios subieron ya el doble que los salarios.

Por eso, antes de regular el termostato con la determinación de uno de los 300 espartanos de las Termópilas, me permito preguntarme si la democracia que defendemos con fervor está en condiciones morales de pedir a sus ciudadanos algo tan sencillo e indoloro como que bajen la calefacción. Cuán violenta puede resultar esta petición en un país donde la pobreza energética de millones convivió el año pasado con una subida del 15% del salario de Josu Jon Imaz, consejero delegado de Repsol, que ganó 4,24 millones de euros gracias a la subida del precio del crudo. Un desequilibrio que vivimos sin atisbo de escándalo, quizás porque en la democracia que hoy defendemos estamos acostumbrados a convivir con las grietas del sistema hasta el punto de aceptar, en ocasiones, que el sistema no es otra cosa que sus grietas. En España, por ejemplo, tenemos la mayor brecha salarial de Europa entre altos directivos y trabajadores. Una distancia que la ministra de Trabajo Yolanda Díaz ha calificado de “obscena” al recordar que en España los directivos del Ibex ganan 118 veces más que los trabajadores de sus mismas empresas. Por eso digo que, ahora que es evidente que el dinero tiene ideas y es capaz de luchar por ellas, pudiera parecer que no siempre juega a favor de la democracia dentro de la propia Unión Europea en general y en nuestro país en particular.

Si es hora de pedir a los ciudadanos sacrificios en nombre de la democracia, es imprescindible que estos ciudadanos vivan de verdad en democracia, que la disfruten y que puedan permitirse el esfuerzo económico de defenderla. El resto, repartir sacrificios entre quien no puede afrontarlos, es abonar las tierras de la extrema derecha, para autócratas y plutócratas como Putin. Llegados a este punto, conviene recordar que la democracia que hoy celebra el “capitalismo diplomático” es ese viejo sistema que nació en Atenas hace veinticinco siglos y pico debido a las desigualdades arbitrarias y a la necesidad de implantar una justicia social que permitiera el ejercicio libre de los derechos ciudadanos. Sin justicia social, sin una igualdad de partida para todos y sin destruir los obstáculos que permiten desarrollar la actividad civil, no se puede hablar propiamente de democracia. Ni en tiempos de Clístenes ni en los nuestros. Recuerdo también, ya enfundada en mi camiseta térmica de montaña y lista para cortar el gas, que la democracia no es un sistema socialista puesto que admite la diferencia de clases, pero que sí exige que todos los ciudadanos tengan las mismas oportunidades. Es decir, la democracia capitalista obliga a un compromiso estructural del poder económico y político con la justicia social. En el siglo XXI ya no vale destruir el planeta para generar riqueza, sin embargo, sigue valiendo destruir la vida de personas o provocar diferencias sociales insalvables para aumentar exponencialmente los beneficios de algunos.

La invasión de Ucrania por Putin nos ha hecho recordar que el dinero en democracia debe ser sinónimo de libertad. No olvidemos por tanto, ni por un momento, que ese mismo dinero en democracia debe responder, antes que nada, a los fundamentos de libertad y de igualdad en el marco de la justicia social. Hoy las empresas son más ecológicas y sostenibles incluso cuando serlo implica reducir sus beneficios. También son más diversas y han incorporado a más mujeres no solo para ganar eficiencia sino dignidad democrática. Sin embargo, al mismo tiempo, nuestra democracia no está en condiciones de pedir a su ciudadanía que apague la calefacción. Asumamos que de momento le falta legitimidad para poder hacerlo. Vienen tiempos duros y es hora de afrontarlos con serenidad y determinación. Y puesto que el dinero tiene ideas y el mundo parece empeñado en dividirse en bloques, más vale que las empresas y las instituciones defiendan con contundencia y con claridad la democracia floreciente que figura en sus principios fundacionales. Cualquier otra cosa, en un plazo inminente, no engendrará mayor democracia sino mayor violencia.

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Sobre la firma

Nuria Labari
Es periodista y escritora. Ha trabajado en 'El Mundo', 'Marie Clarie' y el grupo Mediaset. Ha publicado 'Cosas que brillan cuando están rotas' (Círculo de Tiza), 'La mejor madre del mundo' y 'El último hombre blanco' (Literatura Random House). Con 'Los borrachos de mi vida' ganó el Premio de Narrativa de Caja Madrid en 2007.

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