¿Dónde han ido a parar los ‘heavies’?
El prototipo del seguidor británico del rock duro refleja el perfil que más ha bajado en la escala social desde la desindustrialización de Thatcher: hijos de la clase obrera blanca sin titulación académica
Cuando dejé mi ciudad natal para ir a la universidad en el año 2000, todavía había más locales de música heavy en Birmingham que franquicias de Starbucks. Al recibir la carta oficial ofreciéndome una plaza en Oxford, lo celebré en un bar gótico, El Toreador, situado en el antiguo mercado del Bullring (la traducción al inglés de “plaza de toros”). Desde entonces, se ha rediseñado el Bullring como un moderno centro comercial y los bares de rock han ido desapareciendo a un ritmo más acelerado que los de ámbito taurino por tierras españolas.
No podemos entender la historia sociocultural de Birmingham sin la industria ni la música heavy. Ozzy Osbourne fue antiguo alumno de mi colegio en Aston, el barrio donde Tony Iommi, el guitarrista de Black Sabbath, inauguró un nuevo género de música después de haberse cortado las yemas de los dedos en la máquina de una fábrica. Los teloneros de la enésima gira de despedida de Ozzy son Judas Priest, cuya escenografía actual incluye una réplica inflable del icónico toro del Bullring, máquinas industriales y vídeos en las grandes pantallas de la segunda ciudad del Reino Unido. El cantante Rob Halford lleva en la chaqueta de cuero un parche con la bandera del llamado Black Country —el cinturón industrial que comienza en la periferia de Birmingham y engloba los pueblos de Wolverhampton, Tipton y Dudley—, uno de los puntos de nacimiento de la Revolución Industrial. Los dos guitarristas originales, Glen Tipton y K. K. Dowling, no están presentes. El primero todavía pertenece a Judas Priest, pero no toca en directo desde que le diagnosticaron parkinson, mientras Dowling dejó el grupo de una manera acronima: en 2018, abrió en Wolverhampton KK’s Steel Mill, un local de música heavy ubicado en la antigua sede de Star, uno de los principales fabricantes de bicicletas y coches desde finales del siglo XIX hasta la Primera Guerra Mundial.
El prototipo del fan heavy encarna el perfil demográfico que más ha bajado en el peldaño social desde la desindustrialización del Gobierno de Thatcher: hijos de la clase obrera blanca sin ninguna titulación académica. En 1968, Enoch Powell —el diputado conservador que había conseguido arrebatar Wolverhampton, un feudo tradicionalmente laborista— abogó por el final de la inmigración masiva desde las antiguas colonias —después de estudiar Clásicas en Cambridge, había aprendido urdu porque albergaba ambiciones de convertirse en virrey de la India—, un freno necesario, a su parecer, para evitar la pérdida de la identidad autóctona y tensiones violentas. Más de dos tercios del electorado de Wolverhampton votaron a favor del Brexit.
El Black Country es la Inglaterra profunda: los anuncios en la carretera te avisan de que está prohibido conducir bajo los efectos del alcohol o contratar a las prostitutas ambulantes. Boris Johnson afirmó que se hizo de derechas cuando trabajó como joven reportero para el periódico local de Wolverhampton. Alquiló, supuestamente, una habitación en casa de una tal Brenda. La resbaladiza relación que mantiene con la verdad y el que dicho nombre sea un mote genérico que los cayetanos británicos ponen a las mujeres de la clase obrera suscitan sospechas. De todos modos, según Johnson, un Ayuntamiento paternalista de izquierdas había dado lugar a gente desencantada que sobrevivía gracias al subsidio de desempleo. El éxito de Judas Priest Breaking the Law ofrece una visión con más empatía a través de una actualización del bíblico “camina en mis zapatos” filtrado por la sociología callejera: a su protagonista, sin trabajo, le quedan pocas opciones vitales.
Los heavies de la tercera década del siglo XXI no tienen la visibilidad de antaño, pero en zonas como el Black Country tampoco son una especie en vías de extinción. Existió la posibilidad de ver a las dos mejores bandas británicas de homenaje a AC/DC a tres kilómetros de distancia el 28 de diciembre pasado. Tentado por el cartel estelar que incluía no solo a Dirty DC, sino también homenajes a Black Sabbath, Guns’N’ Roses y Thin Lizzy, me dirigí a una callejuela para cruzar el umbral del KK’s Steel Mill, un local con un aforo de 3.000 espectadores que dispone de una calidad acústica superior a cualquier sala existente en Londres. Me pareció una propuesta más atractiva tomar una buena cerveza local junto con un samosa, es decir, una empanadilla hindú vegana —a pesar de lo que predicaba la demagogia de Powell, la inmigración no está siempre reñida con la autenticidad— para escuchar un buen homenaje que ver a leyendas de capa caída en un polideportivo. Una cosa, por supuesto, es llegar a esta conclusión si uno tiene la libertad de elegir y otra muy diferente cuando no la tiene. Sin querer entrar en la trampa del nostálgico cosmopolita que añora un estilo de vida que no ha sido el suyo desde hace años, reivindico la necesidad en una sociedad pos-Brexit de rehuir no solamente de los prejuicios de, sino también sobre, la Inglaterra profunda.
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