La ciudad y su sonido
La ciudad suena, y cada ciudad suena de una manera distinta; suena como un instrumento de música, y ya se sabe que hay muchos tipos de instrumentos y muchas diferencias de calidad. Entre el ruido y la música, la ciudad produce sonidos que, a su vez, la envuelven y nos envuelven a nosotros, sus productores.Por esta razón es necesario que se desarrolle un nuevo urbanismo que, en vez de centrar su interés teórico sobre el espacio y su aprovechamiento, coloque su interés en el ámbito acústico y esclarezca la categoría de lo fonotópico come, presupuesto del entendimiento de lo urbano. Esto estaría justificado por ser el hombre no sólo un habitante del espacio, sino un habitante del sonido y quizá esto último principalmente. Parece que ya es hora de que, junto al llamado espacio vital, se comience a hablar del sonido vital como una dimensión, en gran parte oculta, de la ciudad.
Hay ciudades que presentan un sonido dominante que actúa como tenaza, tal como sucede en el centro de Tokio, donde una circulación demencial de pasos elevados superpuestos tiene efectos paralizantes para la sensibilidad. Otras, como Madrid y su Gran Vía, a las horas calientes, constituyen un guantazo sonoro, verdadero heavy metal. No es lo mismo el sonido de la plaza de Jema el Fna de Marraquech con sus tres marcos sonoros -rumor lejano, oceánico de voces, rumor próximo y pastoso de conversaciones rápidas y una red de gritos penetrantes de los vendedores y titiriteros- y la calma del anillo sonoro de la manchega plaza de Chinchón. Como tampoco suena lo mismo Venecia, sin coches, puro juego vivaldiano o un Cimarrosa voluble y tierno, que una ciudad castellana, trazado medieval, empeñada en embutir en su angostura el río metálico de la circulación.
Hay, sin duda, grandes diferencias. Una noche en un hotel de Nueva York, desde el piso treinta y tantos, contemplaba la ciudad casi desde fuera de su hinterland sonoro. Era una imagen extraña en la que lo visual se recubría por un velo de insonorización, la altura. Pero, al cabo de un rato, el deambular desconcertado de mi mirada descubre el Empire State Building y así me surge la metáfora reconstructora, pues el gigantesco edificio está ligado por una vieja película al supergorila Kin-Kong y entonces, en la profundidad, pude adivinar el aullido -¿prehumano, poshumano?- de la selva y de la pasión. Quizá esto explique por qué Nueva York ejerce, en general, un efecto doble de atracción y de repulsa.
Los urbanistas se han preocupado más de los decibelios -una batalla, sin embargo, perdida -que de la calidad sonora de las ciudades. El ruido crece conao una maldición, como crecen inexorables las megalópolis -incluso Moscú-, y no hay planificación que pueda domesticar ni el ruido ni el crecimiento -hasta parece que los británicos, con el ambicioso plan Abercrombie, tampoco consiguieron resultados plenamente satisfáctorios-.Las soluciones que suelen darse consisten en desplazar el ruido, como basura, a otras zonas que se convierten en letales por la contaminación sonora. Pero frente a esta comprensible preocupación por el ruido ha de prestarse atención a la calidad y al equilibrio sonoro. Si es plausible, por ejemplo, la lucha contra el basurero sónico de Atocha también lo ha de ser el esfuerzo por una combinación racional de los ruidos humanos y los del tráfico. Por supuesto combinar no es cortar, pues las calles peatonales no son tampoco una solución humanista como se pretende, sino una asepsia local. Mucho peor es la solución ciudad residencial, pues pierde su atributo parlante y se convierte en ciudad muda.
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La ciudad y su sonido
Viene de la página 11 Los lugares más adecuados para un equilibrio sónico son, sin duda, las plazas, pero éstas. son tan diferentes como el espíritu humano; unas, vivo resonador del deseo; otras, escenario de prestigios y de poder. Desde la tercermundista plaza de Abbiy-Addi (norte de Etiopía) a la plaza Mayor de Madrid. Allí, el bullicio del sábado sobre la tierra reseca y entre unos misérrimos árboles, pero animada por el contrapunto entre las conversaciones y los ruidos del ganado, contrapunto palpitante porque necesitamos oímos a nosotros mismos -¿no es esta necesidad la que nos arrastra a la ciudad?-; aquí, en la de Madrid, la losa exacta, el vacío, como corresponde- a una plaza que viene del poder y que está presidida por un prestigio ecuestre y real, y que el pueblo recupera difícilmente y sólo en ocasiones en las que festeja con fuerza suficiente para oírse y sentirse.
Y si el hombre es habitante del sonido urbano, su salud dependerá de la calidad de éste. Las neurosis nos acechan en las ciudades que suenan mal Se pueden producir fobias, fonofobias a determinados ruidos, y también una enfermedad, aún no estudiada, que podría llamarse maquinación de la voz, que consiste en tomar la voz del prójimo como un ruido artificial, maquínico, robotizado, con la consiguiente angustia de sentir que se está dialogando con autómatas. Si hay muchos lugares en que las llamadas neurosis fónicas pueden producirse, uno de ellos, de manera eminente, sería cualquiera de los dos andenes del paseo de la Castellana. Para mí, el contrapunto -espero que no sea preferencia de campanarios- sería el Espolón de Burgos, con tres o cuatro marcos sonoros equilibrados, incluyendo entre ellos el detestado rumor del tráfico en la lejanía.
Quizá quienes mejor hayan estudiado el fenómeno sonoro no hayan sido los urbanistas -aferrados a lo espacial y lo visual-, sino los creadores de nuevas discotecas, cada vez más perfectas. Existe una gran distancia entre ellas y el antiguo baile -en el Madrid isidril y pueblerino aún quedan algunos- El baik es un lugar en donde suena la música, un ámbito limitante, concluso; pero en la ultramodema discoteca la situación es completamente contraria: el sonido come el espacio. Me acuerdo del Sugar, de Santander, creo que ya desaparecido, en que todo era blanco, con blancura de clínica, sin que nada resaltase en la decoración, donde hasta el camarero vestía el blanco sanitario. Allí los pacientes eran golpeados con una música que no tenía autor, que no terminaba nunca, que carecía de estilo, que no variaba su ritmo -medido electrónicamente-, música blanca, sin matices ni agarraderos o diferencias y lo suficientemente fuerte para impedir hablar. Las preferencias y la voz de los asistentes eran anuladas por la presión decibélica y realmente no había bailadores, sino piernas y brazos sueltos, productos desgajados. La fraginentación de los cuerpos, la desaparición de la unidad personal conducía a estos habitantes del decibelio a un suicidio, se diría, gozoso. El triunfo de lo fónico sobre las unidades espaciales instaura una potencia incontestable, metálica y, paradójicamente, silenciosa, en cuanto es música que se autoimplosiona. Cuando la música roe los cuerpos y llega a devorarlos se convierte en una ceremonia arcaica y perversa que hubiera maraviHado a un lacaniano.
Sin llegar a esos extremos, la ciudad que suena mal puede ser un martirio y un corrosivo lento para la salud. Por ello, la urgencia de un urbanismo que busque ante todo el equilibrio sonoro y que convierta a las ciudades en auditorio de la gesta humana. Esto no sólo sería beneficioso como terapéutica contra las neurosis sónicas, sino que también nos permitiría recuperar algo perdido: la capacidad de escuchar que la ciudad malsonante nos ha hecho perder. Ya no sabemos escuchar; oímos, ciertamente, el grito, la orden y la consigna, pero no los tenues armónicos del sentimiento. Y si la ciudad es la proyección del deseo, su escenario natural, nuestro oído ha de convertirse en camino preferente. Parodiando a Merleau-Ponty (El ojo y el espíritu) podríamos hablar de una "restauración del espíritu por el oído", es decir, un comenzar por lo más urgente, antes de que nos sobrevenga un nuevo planificador entre geómetra y platonizante.
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