Hacia otra ley electoral
Solo el bloqueo permanente de la política de pactos explica la demora en la actualización de las reglas electorales
Entre las múltiples reformas que siempre están pendientes en España figura en lugar destacado la de la Ley Electoral. Y aún estaríamos a tiempo, si las fuerzas políticas quisieran, para abordar su actualización ante el intenso calendario de comicios que tenemos por delante: municipales, autonómicas, europeas y, también, unas elecciones generales que deberían llegar a finales de 2023 o principios de 2024, si el presidente Sánchez no decide adelantarlas. La Ley Orgánica de Régimen Electoral General (LOREG) vigente desde 1985 (y reformada en 2011) ha cumplido su función y ha permitido el pluralismo ideológico, territorial y la alternancia política. Pero ha quedado desfasada en varios aspectos ante la evolución de la sociedad española y las exigencias del mundo digital.
La primera cuestión ha sido impulsada ya como proposición de Ley, y es el cambio en el voto rogado. Se incorporó la reforma de 2011 con el objetivo de frenar dinámicas de clientelismo en el exterior, pero en la realidad ha hundido la participación en las elecciones de los españoles residentes fuera de España. El acuerdo para cambiar el sistema existe pero la demora en su reforma hace que las elecciones se sucedan y las dificultades perduren. Volver al sistema previo o discutir la posibilidad de una circunscripción para el voto exterior es urgente.
Una segunda cuestión a revisar es el sistema de cuotas de género en España. Aunque la representación política de las mujeres ha mejorado, se puede profundizar en esta vía incorporando las listas cremallera, que alternan sexos de manera ordenada. Con formaciones pequeñas la paridad de género es menor porque quienes consiguen escaño suelen ser los cabezas de lista provinciales (normalmente, hombres). Este sistema de cuota puede atenuar el efecto, en especial si nuevos partidos provinciales obtendrán representación.
Un tercer aspecto es acabar con el anacronismo de prohibir la publicación de sondeos los cinco días previos a la elección. Esto en una sociedad digital no tiene sentido: se difunden igualmente encuestas, muchas de dudosa calidad, sin ficha técnicas, y con un ánimo evidente de influir. Además, partidos y empresas demoscópicas siguen encuestando pero al ciudadano se le hurtan sus datos. Acabar con este embargo, junto con la obligatoriedad de publicación de fichas técnicas de encuestas, es algo que debería hacerse extensivo más allá del periodo electoral.
Finalmente, hay otras cuestiones que también podría incorporarse para facilitar el desarrollo de los procesos electorales. Establecer la obligatoriedad de convocar elecciones en domingo favorecería la participación, como lo haría regular por ley la celebración de un debate electoral en medios públicos. Incluso aumentar la transparencia y la pluralidad de las Juntas Electorales sería importante, en especial cuando recientemente han tomado decisiones controvertidas en el pasado y son el árbitro fundamental del proceso.
Todas estas modificaciones no deben eclipsar el debate de mayor calado sobre los efectos distributivos del sistema electoral. Primero, el sesgo mayoritario del sistema. En dos terceras partes de las provincias españolas se reparten menos de 10 diputados, lo que penaliza especialmente a los partidos pequeños de ámbito estatal. Aquellos partidos que se encuentran por debajo de un 15% de media en votos son penalizados en representantes en favor de los dos primeros partidos. Corregirlo podría pasar por desde cambiar el distrito de referencia (difícil por la reforma constitucional que blinda a la provincia) hasta explorar colegios de restos con diputados suplementarios.
Segundo, que esté fijado por ley un mínimo de dos diputados por circunscripción provoca que un escaño cueste muchos menos votos en Teruel o Zamora que en Barcelona o Madrid. Corregirlo requeriría reequilibrar los 350 diputados del Congreso hacia las provincias con más población, probablemente bajando el mínimo provincial a un diputado.
Tercero, el tipo de listas electorales. Es una reivindicación histórica acabar con las listas cerradas y bloqueadas y sus efectos paralizantes en la vida de los partidos. La verticalidad de las formaciones (las históricas y las recientes) propicia la disiciplina y merma el espacio para el debate o la mera discrepancia porque suele pagarse cara. Las listas desbloqueadas favorecen al votante, le permiten marcar preferencias dentro de la lista y responsabiliza de forma directa al diputado al aumentar su capital electoral.
Los tres aspectos son debatibles y tienen contraindicaciones. Mejorar la proporcionalidad implica asumir más fragmentación y aumentar la dificultad para articular mayorías. Reducir a un diputado el mínimo por circunscripción supone dar menos peso a los territorios del interior, justo los que hoy compiten con sus propias candidaturas. Desbloquear las listas haría que la vida interna de los partidos pudiera ser más conflictiva y que incluso sus liderazgos debieran armarse más en convicciones y propuestas que en directrices y argumentarios monolíticos destinados a la ultrarrepetición cacofónica.
Quizá por esto la actualización de la ley debería empezar en los primeros aspectos, donde el acuerdo parece más fácil de alcanzar. No hay reforma electoral que resuelva por sí sola todos los problemas pero tampoco puede seguir siendo una caja de herramientas oxidadas. El abanico de posibilidades es variado, pero no hacer nada con esta ley equivale a seguir minando el compromiso de la ciudadanía con la política y alimentar la antipolítica.
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