Contra la lotería
Que un país democrático, complejo, plural y libre sucumba cada año a un aquelarre que podría inspirar un libro de antropología de Lévi-Strauss me pone cuerpo de exiliado
Al sorteo de Navidad le falta una oposición como la antitaurina. No hay manifestantes a las puertas del Teatro Real ni tuiteros que acosen a los niños de San Ildefonso ni tribunos que reclamen la prohibición de los bombos. Salvando esta humildísima columna y alguna otra protesta mínima de la que nadie acusa recibo, el espectáculo se celebra con aplauso unánime. Si sacrificaran un animal, como en la liturgia torera, serían muchas las voces enfurecidas, pero como lo único que muere en este ritual es la dignidad de una nación, nadie protesta.
Es muy ingrato vestirse de aguafiestas cuando los premiados agitan el cava de supermercado (menos mal que no les da por arruinar un buen champán francés) y se riegan los chándales en orgías de barrio que destruyen, en un solo gesto de telediario, toda esa dignidad democrática y popular que tanto cuesta mantener. A nadie le gusta gruñir en la verbena. A mí tampoco. Razón de más para insistir desde esta columnita. Alguien tiene que montar guardia en el lado de las luces, el progreso y la razón, para cuando se pase la resaca oscurantista y Doña Manolita regrese al círculo del infierno que le corresponde.
El tópico racional dice que la civilización es un barniz aplicado sobre la barbarie que se agrieta y salta con facilidad, dejando a la vista los monstruos. El sorteo navideño, con sus frikis, sus niños pobres repeinados, sus creencias mágicas, sus buhoneros de la suerte, su numerología de baratillo y su presión social despiadada (a ver cuántos españoles se niegan a comprar algo en su trabajo, en el bar o en el club de futbito), sería la furia bárbara que rompe el barniz fino de la civilización española. A mí me recuerda más a una erupción, porque el barniz quebrado se repara con un pincel: las cenizas de un volcán dan mucho más trabajo.
No es la lotería en sí lo que me espanta. No moralizo contra la ilusión natural de apostar en una rifa, sino contra todo su folclore gritón, digno de unos caprichos goyescos o de unas pinturas negras. Que un país democrático, complejo, plural y libre sucumba cada año a un aquelarre que podría inspirar un libro de antropología de Lévi-Strauss me pone cuerpo de exiliado. Si al menos alguien compartiera conmigo esta sensación, podríamos refunfuñar en grupo, que siempre consuela algo, pero por más que busco, no encuentro a nadie sin su décimo, adorándolo y besándolo como una estampita milagrera.
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