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tribuna
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Discretas, prudentes y humildes

La carrera judicial no es diferente a la sociedad y mientras las mujeres no confiemos en nuestras capacidades seguirá habiendo una paradójica relación entre las jóvenes generaciones y quienes ocupan los altos cargos

raquel marín
Raquel Marín
Natalia Velilla

El otro día se produjo en Barcelona la entrega de los 188 despachos de la 70ª promoción de jueces, de los cuales 134, un 71%, eran mujeres. El creciente número de juezas año tras año contrasta con la impertérrita y congelada cúpula judicial, donde los varones siguen siendo una abrumadora mayoría.

Curiosamente, algunas opiniones que se vertieron en redes sociales y ámbitos periodísticos acerca del real evento fueron de preocupación por la posibilidad de que, en unos años, no accediesen apenas hombres a la carrera judicial, como si los siglos de exclusividad varonil no hubieran sido en sí mismos una irregularidad. Tan normalizado tenemos el oligopolio de la masculinidad que se llega a percibir como amenazante la posibilidad de que pueda producirse una inversión de los porcentajes.

Se ha hablado tanto del “techo de cristal” que me niego a aburrir al personal con datos, hipótesis, acusaciones o lamentos. Ni los más recalcitrantes negacionistas de la desigualdad por razón de género pueden ignorar el hecho de que las mujeres seguimos teniendo poca representatividad en las directivas de las empresas y de las organizaciones, tanto públicas como privadas. Solo hay que darse un paseo por eventos empresariales, saraos profesionales y entregas de premios para apreciar empíricamente el lobby testosterónico que los puebla —con honrosas y heroicas excepciones—.

Esta realidad no solo se produce entre los togados. En el sector de la enfermería, pese a que un 84,2% de los profesionales son mujeres, su principal sindicato, SATSE, está presidido por un hombre, en una ejecutiva en la que el porcentaje de mujeres es de solo un 62%. Algo parecido sucede en el mundo de la enseñanza, donde la proporción de mujeres maestras es de cuatro frente a cada hombre, y, sin embargo, cerca del 40% de los directores de colegio son varones.

Discusiones en airados enfrentamientos tratan de explicar con respuestas facilonas el porqué de tal falta de féminas en las cúpulas de poder. De entre todas ellas hay que destacar el incontestable dato de que apenas hay candidatas que opten a puestos de responsabilidad. Las cargas familiares y, sobre todo, las apetencias personales de uno y otro género, son las excusas más utilizadas para justificarlo. La primera de ellas empieza a ser poco creíble, porque España es —junto con Luxemburgo— el país de la Unión Europea con la maternidad más tardía y donde la tasa de natalidad ha descendido en 10 años casi tres puntos hasta situarse en un 7,15%. No se puede justificar todo lo que se refiera a las mujeres con nuestra capacidad biológica de gestar.

En cuanto a las preferencias de las mujeres, es cierto que generalmente reivindicamos nuestro derecho a llevar una vida tranquila, sin estridencias, sin desear realmente asumir cargas más allá de las propias de nuestra profesión. Desde los sectores más liberales se defiende el derecho de las mujeres a ser diferentes a los hombres, a no tener por qué presentarse a candidatas de nada, culpando en ocasiones al feminismo de presionarlas e impedirles decidir con libertad. Lógicamente, las ganas de complicarse la vida van en el carácter de cada uno, pero no hay razón biológica que lastre este deseo en unas a la vez que lo potencia en otros. En el caso de existir una diferente forma de abordar los retos a los que enfrentarnos, tendría un origen cultural, no orgánico.

En el caso de la carrera judicial, solo aproximadamente un 34% de los candidatos a cargos discrecionales han sido mujeres, lo cual limita enormemente la posibilidad de que estas sean designadas. Más de la mitad de los jueces españoles son mujeres en la franja de edad de menos de 60 años, por lo que es preocupante que haya un porcentaje tan pequeño de magistradas que decidan dar el paso. Por otra parte, teniendo en cuenta las edades que suelen gastarse los elegidos (en el Tribunal Supremo, por ejemplo, la media de edad está en los 63 años), resulta harto improbable que el motivo de tal falta de postulación sean las cargas familiares. Aunque no podemos soslayar el hecho de que durante la carrera profesional las mujeres puedan verse perjudicadas frente a sus compañeros a la hora de mejorar su curriculum por dedicarse tradicionalmente al cuidado del hogar, esta diferencia cada vez es menor entre las generaciones más jóvenes y, sin embargo, persiste la ausencia de mujeres que piden ser tomadas en cuenta en los procesos selectivos.

La Comisión de Igualdad del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) —cuyo papel en el eterno mandato de este caducadísimo órgano ha pasado sin pena ni gloria— finalmente no ha encargado el prometido estudio por el que se iban a investigar con medios demoscópicos y sociológicos los motivos por los que las mujeres no optaban a cargos discrecionales. Una pena: desconocemos cuál es la raíz del problema, y, por tanto, no podremos trabajar eficazmente para atajarlo. Mientras tanto, la utilización de instrumentos artificiales de igualación seguirá siendo rechazada por unos y otras, potenciando el síndrome del impostor que atenaza a muchas mujeres, que se muestran incapaces de reconocer su propia valía y sus logros.

Intuitivamente, me inclino por pensar que el problema es como una pescadilla que se muerde la cola, en una mecánica circular de causa que produce un efecto que, a su vez, se convierte en la causa. El opaco sistema de nombramientos y la preferencia para insacularse de entre los miembros del mencionado lobby masculino, lleva a que las pocas mujeres que se postulan, finalmente no sean elegidas, lo que justifica las prevenciones de posibles candidatas futuras. Una dinámica de difícil ruptura, alimentada por un sistema de nombramientos entre nepotista y arbitrario, y donde el papel preferente de la mujer, aún formando parte de un poder del Estado, sigue siendo el de la discreción, la prudencia y la humildad. Como muestra de la asunción de roles tradicionales femeninos por parte (también) de los jueces hay que destacar el dato de que solo un 2% de las excedencias por el cuidado de un hijo concedidas por el CGPJ fueron solicitadas por varones.

La carrera judicial no es diferente a la sociedad a la que sirve, sino que es fiel reflejo de esta, para lo bueno y para lo malo. Pese a ostentar un poder del Estado y dictar a diario sentencias que resuelven situaciones de desigualdad de género en diversos ámbitos del derecho, las mujeres seguimos sin querer asumir un mayor protagonismo en la Justicia. Nos sentimos cómodas en los juzgados, en los cargos a los que se accede por antigüedad y donde no pueden cuestionarnos, pero no nos atrevemos a presentar méritos evaluables en procesos selectivos en los que tengamos que competir con hombres y ser examinadas. Lamentablemente, mientras las mujeres no confiemos colectivamente en nuestras capacidades de la misma forma en la que lo hacen los varones, seguirá habiendo una paradójica relación entre las jóvenes generaciones y quienes ocupan los altos cargos judiciales. Quizá lo primero que haya que hacer sea dejar de considerar como méritos femeninos la discreción, la prudencia y la humildad frente a las valoradas cualidades masculinas de la popularidad, la audacia y el liderazgo. El lenguaje inclusivo sirve de poco si la semántica de las palabras cambia en función del género.

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