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COLUMNA
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Después de la ómicron

Mucho en la economía y la sociedad depende de la última variante, y de lo que venga tras ella

omicron coronavirus
Las vacunas contra la covid-19 de Pfizer-Biontech, Janssen, Moderna y AstraZeneca.EFE
Javier Sampedro

Las encuestas empiezan a confirmar lo que todos hemos notado en la calle: que el prestigio de la ciencia ha crecido por encima de sus cotas de 2018. Las razones no son difíciles de imaginar. La rápida identificación del SARS-CoV-2, el seguimiento de su propagación en tiempo real y el desarrollo de vacunas en apenas un año han dejado a todo el mundo, incluidos los expertos, con los ojos como platos. Los movimientos antivacunas empezaron muy subidos de intensidad e ingenio —recuerden el chip que nos pinchaban en el brazo—, pero se han ido empañando después con el contagio y subsiguiente caída del caballo de algunos de sus vocales más ruidosos. La prenda de moda es una bata blanca.

Las cosas pudieron ser muy distintas. La primera reacción de los jerarcas chinos cuando un médico de Wuhan alertó sobre el nuevo virus fue meterlo en la cárcel. Murió en su celda. De haberse impuesto en Pekín ese enfoque cerril, la pandemia habría causado más estragos. Las vacunas podrían no haber salido, como testifican los 40 años que los científicos llevan persiguiendo la del sida, sin éxito. Las vacunas más rápidas, además, se han beneficiado de la presciencia de unos pocos investigadores que llevaban 20 años inventando la técnica del ARN mensajero por iniciativa personal. Sin eso no habría vacunas rápidas. Da escalofríos pensar en el gran estímulo para los anticientíficos que habría supuesto ese fracaso, pero el caso es que pudo ocurrir.

El ejemplo del ARN mensajero, donde la solución precede al problema, indica que el prestigio de la ciencia depende de su capacidad predictiva. Tales de Mileto predijo el eclipse solar del 585 antes de Cristo y se cubrió de gloria al detener así una batalla interminable entre los medas y los lidios. Einstein se convirtió en poco menos que una estrella del pop cuando predijo que el Sol debía torcer los rayos de luz que le pasaban cerca. Estos ejemplos resultan especialmente deslumbrantes, porque son como decirle al cielo lo que debe hacer, y que el cielo lo haga. Pero cualquier predicción certera asombra a crítica y público. Una predicción científica emerge de una teoría, y su confirmación nos convence de que la teoría es correcta.

Si queremos predecir lo que va a pasar después de la ómicron, lo mejor que podemos hacer es apoyarnos en unos experimentos del biólogo evolutivo Jesse Bloom, del Fred Hutchinson Cancer Research Center de Seattle. El SARS-C0V-2 es solo el quinto coronavirus que se ha extendido por la población humana. Los otros cuatro llevan décadas circulando, y causan catarros leves. Bloom se ha centrado en uno de ellos (llamado 229E), del que se preservan muestras de sangre tomadas durante los últimos 40 años. Un resultado: las muestras de sangre de los años ochenta tenían altos niveles de anticuerpos contra el coronavirus 229E que circulaba en esa década, pero esos mismos anticuerpos apenas atacaban a las variantes surgidas desde el cambio de siglo.

Bloom es uno de los (muchos) científicos que predicen que el SARS-CoV-2 se convertirá en el quinto coronavirus estacional, que eludirá los anticuerpos actuales y causará una enfermedad leve. La ómicron va por ese camino.


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