Instrucciones para reconocer a un neorrancio
La nostalgia, el término de moda, solo pueden permitírsela algunos y es la herramienta más eficaz para acabar con toda insurrección. Hay a quienes les genera, además de desazón, una inmensa pereza
—¿Debería volver a implantarse el servicio militar en España?
—Qué es peor para una mujer, ¿divorciarse o que le toquen el culo?
—Qué prefieres, ¿irte de Erasmus a copular y comer Doritos o tener familia y propiedad inmobiliaria antes de los 30?
Ninguna de las tres preguntas tiene mucho sentido, porque plantean dicotomías falsas y un tanto absurdas. La de la mili presenta un debate que no está ni por asomo en la agenda política española. Ni siquiera Vox se atreve a pedir muy alto que vuelva el servicio militar obligatorio. Y, sin embargo, las tres cuestiones se han formulado en foros públicos en los últimos meses y responden al mismo fenómeno, que podríamos llamar “pensamiento neorrancio” y que es hábil a la hora de dar nuevos estilismos a ideas muy antiguas.
La primera pregunta dio para un programa entero de Gen Playz. El formato, que se emite en el área digital de RTVE y acaba de recibir un premio Ondas, está pensado para viralizar fragmentos especialmente polémicos en redes. Eso sucedió con uno en el que el politólogo y opinador Hasel Paris Álvarez defendía que habría que instaurar un servicio militar obligatorio para reintroducir la “disciplina” en una “sociedad deshilachada” y “crear un espíritu de hermandad entre españoles de distintas regiones”.
La segunda pregunta se la planteó el periodista Pedro Herrero en el podcast que conduce a la diputada de Más Madrid Clara R. San Miguel y en realidad no era una pregunta sino la manera que encontró el presentador, coautor de un libro reciente titulado Extremo centro: el manifiesto (Deusto), de matar dos pájaros con un solo tiro de misoginia paternalista: por un lado, quitaba hierro a los abusos sexuales (que calificó de “milongas de Harvey Weinstein”) y, por otro, promovía la que es su principal agenda, la defensa de la familia tradicional. Herrero se autodenomina “faminazi” y hace apología del adosado, el todoterreno y la barbacoa. Con carne.
Por último, la tercera es una de las disyuntivas que incluye el primer capítulo de Feria (Círculo de Tiza), el libro superventas que ha aupado a su autora, la periodista Ana Iris Simón, al estatus de opinadora polarizante. Simón es quizá la voz que mejor ha congregado a todo un movimiento que se denomina de izquierdas, desconfía de lo que llaman “deriva identitaria” y en general de cualquier idea surgida en las últimas dos décadas, y prefiere la melancolía por los tiempos mejores. La tesis del libro y del artículo que lo suscitó es que la autora siente envidia por la vida de sus padres, que lograron comprarse un adosado y formar una familia antes de cumplir los 30 años en los años noventa. Eso ahora, denuncia, resulta imposible si no se viene de dinero.
Feria es, como señalan muchos, una novela, aunque una tan atravesada de ideología que Santiago Abascal la paseó por el Congreso de los Diputados. Pero su autora ha desgranado de manera mucho más explícita su pensamiento en las columnas que escribe en este diario y lo hizo también de manera sucinta y viral en su famosa intervención en La Moncloa, en la que logró sintetizar en pocos minutos una propuesta política muy particular, con elementos autárquicos, natalistas, antiglobalistas, euroescépticos y ecoescépticos. Todo quedó resumido en esa frase final que se llevó tantos aplausos en las redes y en las columnas de los medios tradicionales, a quienes este discurso les pareció en gran parte refrescante, quizá porque lo pronunciaba una mujer joven: “Está muy bien y es necesario ayudar a empresas y emprendedores en sus tareas ecológicas. Y está bien ponerle wifi al campo, pero no hay Agenda 2030 ni Plan 2050 si en 2021 no hay techos para placas solares porque no tenemos casas, ni niños que se conecten al wifi porque no tenemos niños”.
La propuesta neorrancia tiene cierta transversalidad política. Abarca tanto a una izquierda antidentitaria o izquierda rojiparda, que cree que el énfasis en las cuestiones raciales y de género tiene un efecto desmovilizador y perjudica a la clase trabajadora. Para ellos, un obrero es siempre un señor blanco, y nunca, por ejemplo, una mujer racializada. Pero también conquista a la derecha tradicional —no en vano alguien como Juan Manuel de Prada fue uno de los defensores más tempranos de Simón— y guiña el ojo a ese extremo centro del que hablábamos. La etiqueta la acuñó hace un lustro el periodista Íñigo Lomana y algunos de los que se adscriben a esa corriente se han apropiado del nombre con alegría irónica. Se llama así a quienes maquillan ideas muy connotadas (connotadamente de derechas), haciéndolas pasar por sensatez y sentido común equidistante.
No es difícil entender este éxito de lo neorrancio. Por un lado, el mensaje neorrancio viene empaquetado en un envoltorio muy popular y fácil de comprar, que habla del pueblo (el de cada uno), la familia (la de siempre) y la memoria (individual, no histórica ni colectiva). Además, si lo neorrancio tiene cierto alcance es porque linda por distintos lados con otros discursos muy en boga. De hecho, casi todo el mundo puede encontrar en su repertorio de ideas una pequeña porción de neorranciedad.
Cuando desde lo neorrancio se reivindica a veces el natalismo (¡faltan bebés españoles!) o una maternidad muy esencialista, que debería ser temprana, e idealiza, por ejemplo, la lactancia materna, está guiñándole el ojo a las corrientes de crianza alternativa que también van por ahí. Cuando un neorrancio despotrica de lo políticamente correcto (en una reunión reconocerán a un neorrancio por lo poco que tarda en reírse de los talleres de masculinidades y del lenguaje inclusivo, auténticas obsesiones) se gana rápidamente el favor de todos los que creen de verdad que nos acecha la censura y la ortodoxia puritana, sin tener en cuenta que por aquí todavía no se ha cancelado a nadie. Al idealizar la España vaciada hay por supuesto un contingente importante de personas que encuentran atractivo el discurso anticapitalino. Y ejerciendo como argamasa de todo el conjunto, está el nacionalismo español, que tiene la peculiaridad de ser invisible e indetectable para quien lo padece.
Quienes hablan neorrancio, porque lo neorrancio es también un lenguaje con el que se escriben tuits y columnas, se inhiben de los debates que tensionan esta década, como la emergencia climática. Descartan, cuando no ridiculizan las demandas del feminismo, o de aquel feminismo que consideran poco sensato, porque a ellos las feministas les gustan poco vocingleras. Si abordan la reivindicación transexual es para mal, porque menudo invento de la modernidad neoliberal querer vivir con el género sentido.
En cambio, sí dicen preocuparse por la pobreza generacional, la precariedad laboral y el acceso a la vivienda. Lo malo es que las recetas que aportan para solucionar esos problemas tienen poco sentido ya. No parece muy conductivo para el bien común soñar con una hipoteca temprana cuando la burbuja ha pinchado no una sino varias veces, y se ha demostrado que la idea de endeudarse de por vida para ser pequeño propietario de unos cuantos metros cuadrados que se puedan legar a la siguiente generación no contribuye a paliar la desigualdad estructural, sino todo lo contrario. Tampoco tiene mucho sentido replegarse en la entronización del terruño y de la familia de sangre, que han sido colchón protector para mucha gente, pero también escenario de infiernos domésticos para cualquiera que se haya salido de la norma. La nostalgia, el término de moda, solo pueden permitírsela algunos y es la herramienta más eficaz para acabar con toda insurrección. Hay a quienes nos genera, además de desazón, una inmensa pereza.
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