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tribuna
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Constitución del 78: reformar para preservar

Debemos renovar nuestra casa común bajo un pacto intergeneracional que permita sostener el proyecto de una España unida, al tiempo que solidaria, integradora y rica en su diversidad

Desde la izquierda, los diputados Óscar Alzaga, Gabriel Cisneros, José Pedro Pérez Llorca, el presidente de la Comisión Constitucional, Emilio Attard, Jordi Solé Tura y Gregorio Peces Barba, tras finalizar los trabajos de la Comisión de Asuntos Constitucionales, en junio de 1978.
Desde la izquierda, los diputados Óscar Alzaga, Gabriel Cisneros, José Pedro Pérez Llorca, el presidente de la Comisión Constitucional, Emilio Attard, Jordi Solé Tura y Gregorio Peces Barba, tras finalizar los trabajos de la Comisión de Asuntos Constitucionales, en junio de 1978.MARISA FLOREZ

La Constitución de 1978 cumple este 6 de diciembre 43 años. No tomamos como fecha de su nacimiento aquella en la que fue aprobada por las Cortes, tampoco cuando se sancionó por el Rey o cuando entró en vigor tras su publicación, sino el día en que fue ratificada por el pueblo español en referéndum. Algo que expresa en sí mismo el simbolismo democrático de esta efeméride.

Una Constitución que ha ofrecido un marco para la convivencia pacífica en democracia, el cual ha permitido erigir un Estado social y democrático de Derecho, desde el reconocimiento, además, de amplias cotas de autonomía política a las Comunidades Autónomas que lo integran. Asimismo, este marco democrático es el que ha llevado a España a la Unión Europea. Y todo ello se ha conseguido, en buena medida, gracias a que la del 78 nació como una Constitución de consenso, con vocación intergeneracional e integradora de la pluralidad. Como declararon los padres constituyentes, la “conciencia moral profunda” de la Constitución del 78 se encuentra en “la voluntad de concordia, el propósito de transacción entre las posiciones encontradas y la búsqueda de espacios de encuentro señoreados por la tolerancia”.

Como jóvenes constitucionalistas que somos los firmantes, aunque no vivimos aquel momento ni votamos en ese referéndum constitucional, recibimos el legado constitucional de nuestros padres y abuelos asumiéndolo como propio y reivindicamos el valor simbólico de la Transición.

Ahora bien, reconocemos también que ni nuestra democracia ni nuestra Constitución son perfectas, y que el tiempo no pasa en balde: se han producido profundos cambios socioeconómicos y tecnológicos de alcance global, y la sociedad española se ha transformado intensamente en las últimas décadas. Además, hay cuestiones que el constituyente dejó abiertas en 1978 y que convendría cerrar; amén de que se han superado algunas razones que justificaron determinadas decisiones constitucionales en relación con el sistema político y que han provocado ciertos defectos de forma, como nos enseñara el maestro Rubio Llorente.

Entre las más importantes, las tensiones a las que se ha visto sometida la organización territorial, una cuestión que, en su día, quedó en su mayor medida “desconstitucionalizada”. Asimismo, después de la crisis financiera de 2008 se hizo evidente la crisis de nuestra democracia representativa y llevamos años acusando una preocupante degeneración partitocrática que no ha logrado ser corregida, al contrario. Recientemente, se han hecho patentes los riesgos de la expansión de ideologías iliberales y de aquellas contrarias al Estado social, que amenazan con dinamitar algunas conquistas constitucionales. Por último, se ha producido un importante cambio generacional que en cierto modo ha hecho desaparecer el sustrato político que caracterizó la Transición.

Estas circunstancias muestran, a nuestro entender, la necesidad de abrirse a la renovación. Pero no se trata de emprender un nuevo proceso constituyente, sino de actualizar para conservar lo mejor de nuestra Ley Fundamental y para adaptarla, al mismo tiempo, a los retos y desafíos del presente. La reforma no es un menoscabo del espíritu constitucional, sino su mejor garantía política y jurídica.

Es cierto que para cumplir con ese propósito de actualización podría comenzarse por adoptar buenas prácticas políticas y por acometer reformas puntuales de algunas leyes clave, como la ley electoral o la del poder judicial. Pero creemos que la estación de llegada debe ser la reforma de la Constitución. Es esta vía la única cargada de la fuerza y el simbolismo para renovar nuestros consensos básicos con proyección intergeneracional. Además, el procedimiento de reforma previsto en la Constitución aúna las virtudes del principio representativo, que apela al debate sereno en sede parlamentaria, con la posibilidad de la participación directa del pueblo para reforzar la legitimidad democrática del proceso. Por esa razón se debe ser prudente en la propuesta de referendos previos a la reforma constitucional que afecten a alguno de los consensos fundamentales, habida cuenta de sus planteamientos divisivos y binarios que tienden a la polarización, tal y como evidencia la experiencia en otros países.

Y, en todo caso, hemos de ser conscientes de que cualquier reforma legal o constitucional quedará en papel mojado o, aún peor, puede ser contraproducente si no se realiza en consonancia con el espíritu de tolerancia que guio a nuestros mayores. Solo desde la concertación y el diálogo se pueden forjar consensos fundamentales.

El presupuesto para el buen funcionamiento democrático es que los actores político-institucionales muestren un compromiso diario con los ideales constitucionales. De ahí la importancia de resaltar que los partidos políticos deben abandonar la lógica partitocrática y autorreferencial que tan severamente ha erosionado nuestra democracia. Todos los actores institucionales, pero muy especialmente los partidos, han de manifestar una verdadera “voluntad de Constitución”, en tanto en ocasiones han de renunciar a sus intereses propios para dar adecuado cumplimiento al sentido de nuestra Norma Fundamental. Prácticas como el “sistema de botín”, que lleva a un reparto por cuotas partidistas en la designación de los magistrados y vocales de órganos constitucionales, son quizá el ejemplo más evidente de esa falta de voluntad constitucional.

En definitiva, comprometidos con el objetivo de infundir ese espíritu de concordia política y de lealtad constitucional, como jóvenes constitucionalistas creemos que debemos avanzar en la mejora de nuestro orden constitucional. Debemos renovar nuestra casa común bajo un pacto intergeneracional que preserve la convivencia en la Constitución. Un pacto que permita sostener el proyecto de una España unida, al tiempo que solidaria, integradora y rica en su diversidad.

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