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COLUMNA
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Seres humanos como instrumentos de guerra

La globalización muta la protección de las fronteras en una suerte de defensa psíquica que concentra nuestro temor a la disolución de las identidades nacionales

Frontera Polonia - Bielorrusia
DEL HAMBRE
Máriam Martínez-Bascuñán

La agresión de Bielorrusia a Polonia le ha hecho redescubrir de manera brutal su interdependencia con Europa, que ha acudido rauda en su ayuda porque su frontera es también la nuestra: la pura realidad física se impone. Y es que nada ayuda a proyectar con más fuerza un imaginario que la tierra en la que plantamos nuestros pies. “Un buen lugar para entender el presente y plantearse preguntas acerca del futuro es sobre el terreno, viajando con la mayor lentitud posible”, dice Robert Kaplan en La venganza de la geografía, y tiene razón: Afganistán y la crisis polaca nos enseñan que nuestra cercanía con África, con el Próximo y Medio Oriente y con Rusia nos distancia de Estados Unidos por una cuestión tan aparentemente trivial como la vecindad. En épocas de agitación, “aumenta la importancia de los mapas”, y Europa, antes que nada, es una unión geográfica. Lo difícil es convertirla en un espacio político y cultural coherente.

La globalización muta la protección de las fronteras en una suerte de defensa psíquica que concentra nuestro temor a la disolución de las identidades nacionales. Quizás por eso, como afirma J. Gray, el “Brexit fue una revuelta contra la globalización”. Pero hay una fuerza antidemocrática que empuja cada vez más lejos de la Unión a Polonia y Hungría. La primera se niega a aceptar la ayuda de Frontex en esta crisis humanitaria; y el TJUE acaba de condenar al Gobierno de Orbán por perseguir a las ONG que ayudan a los refugiados. La frontera se convierte en mera maquinaria defensiva que debe protegerse a cualquier precio, incluso al de convertir vidas en una amenaza para la integridad del territorio. ¿Qué nos diferencia de esa Bielorrusia que usa los cuerpos de los refugiados como puros instrumentos de guerra? Observamos de nuevo el vaciamiento descarnado de la vida.

Y es así, como dicen Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, como mueren las democracias, con esa lógica de deshumanización que se produce sin percatarnos. El regreso de la política del poder al ámbito de las relaciones internacionales puede provocar esa transformación paulatina de la vida en materia inerte, en puro instrumento al servicio de oscuros intereses. Porque, así como la democracia no es un asunto de todo o nada, sino una cuestión de grado, conviene que estemos vigilantes. Al cabo, las cosas se nos van de las manos porque en nuestra época todo parece moverse en zona de penumbra, hasta que es demasiado tarde y se asalta un Capitolio. Lo señalaba Jeremy Cliffe en The New Statesman: los próximos 18 meses traen tres grandes elecciones en Hungría, Turquía y Brasil, “tres pruebas potencialmente definitorias de la era”, una verdadera oportunidad para salvar la democracia en esos países que, hasta hace nada, celebrábamos como miembros del club. Pero en algún momento su camino se desvió y lo hizo como casi siempre, sin que nos diésemos cuenta. Y si mueren ellas, ¿cómo salvar entonces nuestras frágiles democracias?

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