Emergencia: Ingreso Mínimo Vital
La deficiente implementación del IMV obliga a revisar sus criterios y a recurrir a las ONG


La aprobación del ingreso mínimo vital en junio de 2020 fue un inequívoco acierto: aspiraba a paliar el riesgo de exclusión social de cientos de miles de familias afectadas por la crisis de la pandemia. Con esta renta se lanzaba un salvavidas directo a los que lo estaban pasando peor. Un año y medio después, su aplicación ha tropezado con un obstáculo que aparece cada vez con más intensidad en la ejecución de políticas sociales destinadas a paliar las desigualdades más acusadas: la dificultad de llegar a quienes realmente las necesitan.
El propio Gobierno había estimado en más de 800.000 las familias destinatarias de ese ingreso mínimo vital, con alrededor de 2,3 millones de beneficiarios potenciales. Después de un año y medio de aplicación, apenas lo reciben 377.000 hogares y no es por falta de recursos, pues apenas se han gastado 1.402 millones de euros de los 2.728 asignados en los Presupuestos de la Seguridad Social. El hecho de que se hayan rechazado tres de cada cuatro solicitudes y que las prestaciones concedidas apenas representen el 27% de las que se han solicitado indica que el diseño de la ayuda se ajustaba mal a la realidad social. Lo corrobora un informe de Cáritas y la Fundación Foesa, según el cual solo la percibe una de cada cinco familias que necesitan esa renta mínima. Cualquier nueva prestación social, como se vio también en el despliegue de la ley de la dependencia, comporta dificultades iniciales, pero en este caso el desajuste es especialmente grave porque afecta a miles de familias que están al borde del precipicio. El insuficiente efecto redistributivo de las políticas fiscales españolas estaba destinado a corregirse con el IMV, pero no ha funcionado plenamente.
De acuerdo con esa carencia, los ministerios responsables han anunciado la revisión de los umbrales de renta que se exigen para poder acceder a la prestación y la modulación de otros requisitos, como el certificado de empadronamiento o el libro de familia, que muchos de los potenciales beneficiarios (particularmente inmigrantes) no tienen. Con ello pueden subsanarse parte de las deficiencias y es lo que la experiencia ha ido enseñando en países con prácticas más antiguas en este tipo de ayudas, como los nórdicos. Allí y aquí se ha podido comprobar que quienes más las necesitan son también quienes registran carencias educativas, culturales y materiales más graves por su misma situación extrema. Ni siquiera saben que tienen derecho a esas prestaciones y, a veces, tampoco un auxilio más experto consigue que lleguen las ayudas precisamente porque el laberinto burocrático se les escapa.
La debilidad estructural de la red de servicios sociales se expresa de forma a la vez directa y resolutiva al haber recurrido a las organizaciones no gubernamentales como mediadores para acreditar la idoneidad de los potenciales beneficiarios. El nuevo registro de mediadores permitirá identificar a 40.000 destinatarios hasta ahora excluidos. Es un recurso de última hora, en efecto, pero es un recurso paliativo que servirá para mejorar la red de recursos del Estado y dotarla de capilaridad suficiente para cumplir una misión de emergencia que, como tal, exige eficacia y rapidez ejecutiva.
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