Incongruencia en el Constitucional
La votación de Enrique Arnaldo como nuevo miembro del Tribunal conculca la dignidad que la Ley Fundamental le confiere a su más alto intérprete
El legendario “imperativo legal” por el que prometieron numerosos diputados la Constitución hace unos años pudo ser invocado también, al menos en conciencia, por un buen puñado de diputados de PSOE y Unidas Podemos que se sometieron este jueves a la disciplina de partido y votaron en favor de la renovación de los cuatro miembros del Tribunal Constitucional. El deber de hacerlo era un bien necesario, sin duda, pero el precio pagado lo ha sido en términos de crédito, prestigio y respetabilidad de un tribunal que admite entre sus miembros a una figura abiertamente cuestionable como Enrique Arnaldo. Algunas de sus conductas privadas emiten pésimas señales, como las abultadas facturaciones que ha cobrado —cerca de un millón de euros— mientras trabajaba como abogado haciendo informes para administraciones públicas gobernadas por el PP y era a la vez letrado en Cortes, algo expresamente prohibido por el Estatuto del Congreso. No parece la mejor credencial para situarlo en el órgano garante de la Constitución, pero Arnaldo tampoco satisface la exigencia de un exquisito escrúpulo democrático, que no atesora, se mire por donde se mire. Las informaciones reunidas en los últimos días conculcan una y otra vez la imparcialidad esperable del ya magistrado del Constitucional ante numerosas causas en las que será susceptible de recusación. Artículos con tomas de partido explícitas, conversaciones grabadas con algún dirigente del PP (que acabó en la cárcel y hoy sigue procesado) y cientos de eventos en FAES permiten descreer de su idoneidad para el cargo.
En aras de la renovación de los órganos constitucionales largamente bloqueados por el PP, el negociador socialista ha acabado accediendo a un candidato que el Constitucional no merece. Posiblemente el único papel digno en esta historia hubiera sido la renuncia de Arnaldo a su candidatura porque no ha fallado el sistema sino su adulteración. Mientras tanto, el Gobierno se ha limitado a expresar su desacuerdo y hasta su disgusto por la propuesta del PP, pero debía haber explicado mejor las razones que permiten creer que el mal menor está protegido con este acuerdo cuando el resultado es el mal mayor de un candidato manifiestamente inadecuado. La teatralización de la protesta del resto de grupos que en su mayoría apoyan al Gobierno, al salir del hemiciclo poco antes de iniciarse la votación, es coherente con el desconcierto y el rechazo que provoca el error de haber transigido por parte de los socios de Gobierno con un candidato ultradudoso. Peor ha sido, desde luego, la cacicada ventajista de proponer por parte del PP a un nombre contrastadamente no apto. El prudente mal menor a veces se convierte en un mal irreparable, empezando por el hecho de acudir a una votación en sede parlamentaria con la nariz tapada.
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