‘Paper’ imaginario de la oposición venezolana
Mi interés por la historia de la oposición venezolana me llevó a enterarme de cosas que ahora, confrontado con la muerte cerebral, con el tétrico encefalograma plano de la actual dirigencia, estallan en mi cerebro sin iluminarme
Mucho antes de declararse la pandemia, escuché a una joven universitaria decir a uno de sus compañeros en la mesa de al lado: “dame los keywords del abstract de tu paper”.
Ocurrió un domingo por la tarde, en la cafetería de la Biblioteca Virgilio Barco de Bogotá. Me pareció una atrocidad, otra señal de la derrota y retirada de las Humanidades. Una prueba más de que el paper de posgrado mató al noble ensayo y que el evanescente hilo de Twitter liquidará al paper.
Sin embargo, mientras ponía a marinar el asunto de este artículo, me sorprendí haciendo la lista mental de keywords del abstract de un imaginario paper sobre la oposición venezolana... de hace un siglo. Ellos son: Obregón, Calles, Revolución Mexicana, Vasconcelos, exilio, dictadura, Juan Vicente Gómez, El Americano.
Mi interés por este trechito de nuestras historias surgió hace ya casi medio siglo, cuando un cineasta venezolano de origen mexicano, un tipazo muy querido por todos en mi país, el extinto Mauricio Walerstein, quiso rodar un film cuyo argumento cortejara ambos públicos contando lo que la historiografía chimba de nuestro siglo XX llama “la parada de Urbina”.
En el español de Venezuela, una parada es toda acción descabellada emprendida justamente por serlo. Contando ciegamente con la buena suerte.
Como yo era el más chamo de todos me nombraron dizque investigador histórico del proyecto que murió al nacer. Pero no antes de que me enterase –trabajando ad honorem, claro— de cosas que ahora, confrontado con la muerte cerebral, con el tétrico encefalograma plano de la dirigencia opositora venezolana, estallan en mi cerebro sin iluminarme.
Lo cierto es que con ellas bien podría nutrirse una serie en torno a cómo Obregón y, luego, su sucesor Plutarco Elías Calles, brindaron ayuda a los venezolanos conjurados en el exilio contra el oprobio de Gómez.
El primer episodio, el capítulo fundador de la serie basada, ¿ por qué no?, en mi imaginario paper, narra el atropello al que fue sometida una compañía teatral mexicana que tocó en el puerto de La Guaira en 1923. Tarea pendiente, de cara a las notas al pie, es averiguar el nombre de la compañía, hacerme una idea de su repertorio, saber en qué vapor viajaban.
La razón alegada para deportarlos, después de vejarlos y despojarlos de sus pertenencias, fue que la compañía teatral encubría a una célula de agitadores comunistas. El general Álvaro Obregón, presidente de México, rompió entonces relaciones diplomáticas con Venezuela y estas permanecieron rotas durante toda una década.
Poco después de la deportación de la compañía teatral, Obregón ordenó entregar a un grupo de exilados venezolanos las armas que su Gobierno había incautado a un grupo de alzados partidarios del expresidente Adolfo de la Huerta.
La ayuda mexicana se mantuvo, casi sin oscilaciones, durante una década durante la cual los elencos armados venezolanos variaban constantemente. La nómina de los conjurados auxiliados por México va desde el exdictador Cipriano Castro hasta el legendario dirigente comunista Gustavo Machado, que combatió junto a Augusto Sandino en Nicaragua.
Cada uno de los sucesivos elencos puede asociarse al nombre de un barco adquirido o fletado para una invasión a Venezuela. Así, por ejemplo, se cuenta de la fracasada expedición del Gloucester, un yate que en el papel desplazaba mil toneladas, rebautizado por Leopoldo Baptista en 1924 como Angelita.
Nunca llegó a acercarse a la costa venezolana: fue de astillero en astillero, por reparaciones, desde Nueva York hasta Cayo Hueso (Florida), donde ya no pudo hacerse nada más por él. Los promotores recibieron generosos anticipos que rondaban, cada uno, 25.000 dólares de la época.
Cada una de las expediciones se las apañaba para lograr que un misterioso donante, mencionado como El Americano en la correspondencia cifrada de los conspiradores, hiciese un importante aporte. El Americano no era otro que el hombre más rico de Venezuela: Antonio Aranguren, el Monómeros de la oposición de aquel entonces.
Hombre de negocios, Aranguren había sido favorecido a comienzos de siglo con la concesión petrolera más provechosa de la cuenca del Lago de Maracaibo.
El Americano supo asegurarse puestos de privilegio en las directivas de las petroleras a las que vendía sus bloques para la exploración. Eventualmente, se enemistó con el dictador Gómez y se expatrió. Se convirtió entonces en un petrolero muy juicioso aunque en materia de invasiones siguió siendo un jugador.
Desde Londres, donde vivía, cuando no desde una suite del Gran Hotel Lutecia, en París, El Americano giraba el dinero de las expediciones. Se fiaba, para sorpresa de todos en Venezuela, de Rafael Simón Urbina, uno de los aventureros más erráticos y sanguinarios que alguna vez haya parido Venezuela.
Algo, sin embargo, vería en Urbina el general Joaquín Amaro, secretario de la Guerra, que en 1931 le facilitó la compra de un barco con plata de Aranguren. El barco había sido parte de una flotilla enviada a Nicaragua por el Presidente Calles en 1926, en apoyo a la rebelión de Juan Bautista Sacasa.
Urbina zarpó de Puerto Morelos en septiembre con un centenar de braceros del chicle, al parecer reclutados bajo engaño en Payo Obispo, Quintana Roo. Las armas las facilitó Bartolomé García Correa, gobernador de Yucatán. Luego de una travesía accidentada, la expedición, delatada desde antes de zarpar, fue recibida a tiros en La Vela de Coro.
En la víspera del desembarco, el jactancioso jefe de la guarnición telerafió a Gómez: “mañana los zamuros –nuestros zopilotes— comerán carne mexicana”. La matanza no alcanzó a Urbina quien huyó hacia la serranía para, inexplicablemente, reaparecer semanas más tarde ¡en Niza!, donde El Americano tenía una villa.
Los sobrevivientes mexicanos fueron reembarcados con una bonificación de 300 dólares por cabeza. Las relaciones entre México y Venezuela se reanudaron en julio de 1933. Gómez murió en su cama, en diciembre de 1935.
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