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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Raúl Rivero: la muerte de perfil

Su poesía fue siempre conversación, un diálogo imaginario e interminable

El periodista Raúl Rivero, en La Habana (Cuba), en 1999.
El periodista Raúl Rivero, en La Habana (Cuba), en 1999.JOSE GOITIA (AP)
Rafael Rojas

Cuba es un país que ha producido todo tipo de poetas. Están los que construyeron catedrales con el lenguaje y los que prefirieron glosar lo más cercano y pequeño; los que cantaron a la palma y al son y los que pasearon por alamedas y calzadas; los que erraron y los que permanecieron; los Heredia y los Martí, los Casal y los Piñera, los Lezama y los Guillén, los Diego y los Loynaz. Nada raro que en esa isla haya nacido un poeta como Raúl Rivero, que llevó la escritura al lugar en que la poesía no ha nacido o ha dejado de ser.

La poesía de Rivero fue siempre conversación. Un diálogo imaginario e interminable, a veces dirigido a una mujer, a un amigo, a una multitud o a un país. De ahí que en ella sean tan frecuentes las preguntas (“¿te gustará el jugo de naranja/ los jardines, los pájaros,/ la taumaturgia, los arrabales/, las 10 y 42 de la mañana?”), las confesiones (“algo muy grave/ es no saber/ ningún secreto tuyo”), los alardes (“Julia Roberts se equivoca conmigo/ resisto su mirada hora tras hora/ otras veces la pongo de castigo”) y las plegarias (“Dios te salve María López/ y otras hierbas del patio/ de la vileza en la vejez”)

La radical honestidad de la poesía de Rivero, constatable lo mismo en sus primeros cuadernos, Raíz de hombre (1970) y Poesía sobre la tierra (1973), que en su obra de madurez, Corazón que ofrecer (1980) o Cierta poesía (1982), le dio notoriedad y reconocimiento en la Cuba de la Guerra Fría. Admirado por grandes poetas de las generaciones previas, como Nicolás Guillén y Eliseo Diego, Rivero se convirtió en uno de los intelectuales de mayor proyección oficial de su generación en los años 70 y 80. Ejerció el periodismo en medios gubernamentales como Juventud Rebelde, la revista Cuba y el suplemento cultural El Caimán Barbudo. Fue corresponsal de Prensa Latina en la Unión Soviética y funcionario de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC).

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En el prólogo a Recuerdos olvidados (2003), su amigo, el también escritor Manuel Díaz Martínez, exiliado en Madrid, escribió: “Raúl Rivero creyó en la Revolución. Creyó tanto que a veces fue extremista”. Esa creencia era resultado de una mezcla de “sinceridad y entusiasmo”, que son las energías rectoras tanto de la poesía como del periodismo de Rivero. Como otros intelectuales de la Cuba soviética, el poeta experimentó una profunda decepción con el sistema cubano a fines de los años 80, al advertir la resistencia del Gobierno de Fidel Castro a una apertura como la que tenía lugar en la URSS y los socialismos reales de Europa del Este.

Un primer indicio de aquel desencanto fue la Carta de los Diez, que Rivero firmó junto con otros escritores de la isla, como María Elena Cruz Varela y el propio Díaz Martínez. El documento, que solicitaba respetuosamente al Gobierno la aplicación de reformas económicas, la liberación de presos políticos y el “diálogo cívico” con la ciudadanía, provocó la ira de la policía política y la burocracia cultural. Los firmantes fueron acusados de “agentes de la CIA” y expulsados de la Unión de Escritores y la Unión de Periodistas.

Fue entonces que comenzó el itinerario de Rivero dentro del periodismo independiente. En 1995 fundó la agencia Cuba Press y poco después la revista De Cuba. Antes del surgimiento de blogs como Generación Y y medios independientes como Periodismo de Barrio y 14yMedio, fue Rivero el principal referente del periodismo alternativo en la isla. Su periodismo crítico, definido explícitamente como “actividad subversiva” en el juicio sumario al que lo sometieron en abril de 2003, lo llevó a la cárcel y a una condena de veinte años de privación de libertad por “actos contra la independencia y la integridad territorial del Estado”.

Gracias a la mediación del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, Rivero, junto a una veintena de presos de los 75 de la llamada “primavera negra”, fue liberado a fines de 2004. Como tantos opositores cubanos en seis décadas, salió de la cárcel a condición de que tomara el camino del exilio. Lo mismo en La Habana, que en Madrid o Miami, nunca dejó de escribir poesía, la misma poesía coloquial que escribió siempre. Poemarios suyos como Herejías elegidas (1998) o el ya mencionado Recuerdos olvidados (2003) dan cuenta de un tipo de expresión lírica capaz de sobrevivir a la calumnia o a la reclusión.

Decía en uno de sus poemas que la muerte, cuando se espera, cuando “sabe uno que va a irse/ de pronto una mañana/ para ese viaje largo/ que no acaba nunca”, no es una muerte de frente sino “de perfil”. Así se ha ido Raúl Rivero, de perfil, con toda la honestidad de su poesía y su periodismo, que nos quedarán siempre como testimonio de que decir no a un poder despótico es costoso, pero vale la pena.

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