Una que se va
En estos dos años he aprendido con la fe de los espíritus curiosos. Y también me he deprimido a veces. Eso es algo que jamás diría un catedrático, un analista o una intelectual. Como soy contadora de historias me permito ese lujo
No siendo una intelectual ni proyectando serlo, no siendo catedrática de Ciencias Políticas (y no serlo a veces está muy castigado), no dedicándome por oficio a ser analista de esta cosa, no contando más que con mi olfato y mi oído de cronista para traducir en palabras aquello que creo que a muchos preocupa; no siendo eso que llaman una experta, porque en nada lo soy, me colé durante dos años en este espacio, que no es una pista de baile sino un ring, y a fuerza de escuchar, prestar una atención machadiana y tratar de encontrar algo inteligible entre tanto ruido insoportable algo he acabado aprendiendo. He aprendido, en este tiempo de escucha atenta, que hoy defender cualquier medida que tome el Gobierno es convertirse en pesebrista, un término muy ochentero. Dícese de quien se arrima al poder para llevárselo crudo. He aprendido que quienes profieren tales acusaciones no están dispuestos a debatir sobre esta realidad desafiante, que no braman para que mejore el mundo: lo que desean es volver al antiguo orden de las cosas, al viejo escalafón. Algo comparto con quienes así respiran: a mí también me sobrepasa a menudo la incertidumbre y en más de una ocasión me permito pensar que es imposible luchar por mejorar el aire que respiramos en todos los sentidos. La filósofa alemana Carolin Emcke escribía hace unos días: “No es preciso tener hijos y nietos para sentirse obligado con las generaciones futuras”. Resulta difícil explicar a quien ha decidido no creerte que esa es la única idea que te mueve. Pero he aprendido que todo se reduce a la burla, que a quien solo desea la reducción del desastre futuro se le achaca una bondad de escaparate, de camiseta, de chapa, se pone en duda su honestidad. Decía Miguel Delibes que ponerse de parte de los débiles tal vez no fuera una poderosa razón literaria, pero que él era incapaz de desprenderse de ese impulso moral.
En esta creciente polarización parece no importar el estilo con que se expresen las ideas ni la voluntad de discrepar con delicadeza, porque prevalece lo grosero o lo hiriente. Si una no es agresiva, se siente siempre en desventaja, aunque la tozudez es la mejor aliada para decir justo lo que se piensa. He aprendido que hay que pelear con estrategia. Al parecer, si la emergente derecha ultramontana amenaza con derogar la ley del aborto, la de eutanasia o la de memoria histórica, si al vocabulario político vuelven expresiones como “evangelización” o “colonialismo civilizatorio”, si se define a los inquilinos como vándalos, si se asegura que abortar es una fiesta para algunas, y si tantas barbaridades se multiplican a través de medios y redes, es preciso contar con una estrategia para contrarrestarlas, porque la indignación por sí sola lo único que consigue es normalizar la perspectiva de un retroceso. Siendo una mujer impulsiva la estrategia se me hace bola y caigo siempre en la trampa de la reacción inmediata. He aprendido que los analistas políticos se escudan con citas, a veces hasta dos o tres en una columnita: te proteges con citas de dos muertos ilustres y a ver quién te tose. He aprendido que las ideas en abstracto no son nada, que todo depende de quien las defienda, que la falta de escrúpulos está estrechamente relacionada con el fanatismo o con la maldad, por decirlo a la manera galdosiana. Para conocer a un personaje público hay que atender a lo que dice, a cómo lo dice y a lo que hace. No es necesario ser un lince para saber quién miente más que habla.
He aprendido con la fe de los espíritus curiosos. Y también me he deprimido a veces, qué coño. Eso es algo que jamás diría un catedrático, un analista o una intelectual. Como soy contadora de historias me permito ese lujo. Dejo esta columna y me marcho a otra página a olfatear la psicología de otros personajes. Hay vida ahí fuera, la hay.
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