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tribuna
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Soldados de Salamina 2.500 años después

La escritura de la memoria no puede ser tramposa por más propensión que tengamos a la invención de una tradición. No es poco lo que debemos a Oriente

Salamina
RAQUEL MARÍN

Las efemérides son para celebrarlas, con juicio y sin prejuicios, y conmemoramos en este 2021 el final de las guerras médicas un verano de hace 2.500 años. La soberbia de Jerjes se lanzó sobre Europa con un ejército multiétnico, una algarabía de más de dos millones de soldados que secaba los ríos a su paso. En el desfiladero de las Termópilas, los 300 de Leónidas les hicieron frente, cayeron heroicamente en el 480 antes de Cristo y vencieron para la posteridad en superioridad moral; el mismo año, en la bahía de Salamina, el ateniense Temístocles batió con astucia a la flota persa de mil doscientos siete navíos como a atunes en una almadraba; en el 479 antes de Cristo, en la llanura de Platea, la derrota persa frente a Pausanias fue definitiva y el rey espartano conmemoró la victoria con un sacrificio al Zeus de la Libertad. Las cifras de los ejércitos son imposibles, como increíbles las de los 192 hoplitas griegos caídos en Maratón el 490 antes de Cristo frente a los seis mil cuatrocientos cadáveres persas. Se cree que Jerjes movilizó entre doscientos y trescientos mil hombres, que no es poco. El mensaje, no obstante, era claro porque, como diría Sánchez Mazas siguiendo a Spengler, un pelotón de soldados salvó de la barbarie a la civilización.

La fortuna nunca se ha mostrado tan propicia con los persas como con los vencedores griegos, con la infausta derrota de Oriente como con la imperecedera gloria de Occidente. Jerjes y los persas aqueménidas fueron víctimas de esa fatalidad y si sus virtudes han sido negadas a lo largo de la historia, sus vicios han sido amplificados en nuestra conciencia de superioridad occidental, desde entonces y hasta el día de hoy. Occidente venció a Oriente, la libertad al despotismo asiático, incluso se ha dicho que entonces se evitó que Europa estuviera poblada de minaretes y se ha trazado una tramposa línea de continuidad que une a los persas con los talibanes, a sus reyes con Bin Laden, a aquellos bárbaros orientales con los atentados del 11-S, Londres o Madrid. Cuánta retórica sobre la alteridad, cuántas conjuras de harén y violencias desatadas. Como desveló Edward Said, cuánto orientalismo legitimador del milagro griego y occidental frente a Oriente o el islam, cuántas falsas polaridades libertad-esclavitud, barbarie-civilización. Los persas no fueron ni más ni menos bárbaros que nosotros, por más que como los bárbaros de Cavafis, como los musulmanes, fueran al fin y al cabo una solución.

Pero ni la derrota fue tan traumática para los persas ni la victoria moral de Leónidas o el triunfo de los soldados de Maratón, como creía John Stuart Mill, salvaron a la civilización. De hecho, los persas dirigieron entre bastidores los asuntos griegos hasta la llegada de Alejandro. La amnesia es no pocas veces interesada y difícilmente nos repondremos de ella si se nos confunde relacionando a los persas con Al Qaeda y el integrismo islámico. Tal vicio hermenéutico es temerario, malicioso y, sencillamente, historia-ficción, como falso es pontificar que sin Maratón y Salamina Europa estaría huérfana de los valores universales y el humanismo del mundo clásico, mal que le pese a Condorcet, cuando atribuía la victoria de la luz de las ciencias y los progresos del espíritu humano al desenlace de Salamina, o a la patente de corso del pequeño hoplita Pérez Reverte cuando celebra en ABC la mano de hostias náuticas que los griegos propiciaron a Jerjes en Salamina y que seamos nietos de aquellos héroes defensores de la libertad.

Para Dante la conducta de Jerjes fue un ejemplo del humano desvarío y desde hace 25 siglos los persas han sido vistos como víctimas del despotismo asiático y de la molicie del harén. El retrato de Esquilo en Los persas pesó como una losa insalvable en la larga duración, y la caricatura de Jerjes y los persas ha saltado al cómic y a la gran pantalla, con 300 de Frank Miller y Zack Snyder, como paradigma del déspota cruel y atrabiliario, del servilismo y fanatismo no de ciudadanos libres sino de súbditos y esclavos, como los musulmanes, como un antecedente del régimen del terror talibán.

Las relaciones greco-persas no fueron siempre tan negativas en la realidad como la imagen que se fijó en el imaginario y en la tradición. La Biblia fue más condescendiente con ellos porque los hebreos les debían su regreso a Jerusalén. Tuvo también Heródoto mucho que ver con esa imagen de Oriente sentido como el reino de los otros, de la alteridad, del bárbaro, pero la nómina sería interminable. Podemos incluir en ella al Séneca que vio en Jerjes el arquetipo de la ira, o a aquellos que equipararon a los persas con los turcos, como Juan Luis Vives, el Erasmo que veía en la campaña persa la codicia de un enfurecido ladrón o el Cervantes que seguro se sintió en Lepanto como un griego en Salamina, pero cuya lucidez no obvió que griegos y persas acabaron en punta y en nonada.

Esa imagen de los orientales esclavos de la molicie y del hechizo del harén gozó también de fortuna en la ópera seria del Barroco, como en la bellísima aria Ombra mai fù del Serse melancólico y ensimismado de Georg Friedrich Händel (1737-8), enamorado de un árbol y sucumbiendo a la pasión que los persas sintieron por los paraísos o jardines cercados.

Nietzsche nos enseñó a distinguir entre facta y ficta, entre hechos y ficciones, a no olvidar que las supuestas verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son, adornadas poética y retóricamente y que un uso y abuso continuado ha convertido en canónicas.

Celebremos la victoria griega y felicitémonos por ser hijos de Grecia, herederos de la democracia y del amor a la libertad, pero no seamos cómplices en las efemérides de encubrimientos, de reconstrucciones interesadas y tergiversadas de lo que sucedió y sucede realmente.

En la tradición occidental la fortuna no ha sido propicia con los persas, como tampoco lo ha sido con los turcos ni lo ha sido ni lo es con los árabes o los musulmanes. Su fama, su mala fama, ha sido casi siempre víctima de una conjura interesada y aviesa, la de la tradición clásica y occidental, que lo único que ha aprendido de la historia, como todos los pueblos sin excepción, es mitigar el miedo mediante la invención de mitos y leyendas, de caricaturas y clichés paliativos que auxiliaron a un pueblo, el griego, y a nosotros, ante el pavor y la angustia que genera la diferencia, la alteridad. Ello no exime de responsabilidad moral ni a nosotros ni a los otros, todos somos humanos y, para bien o para mal, nada de lo humano nos es ajeno. La historia nunca se repite ni casi nunca aprendemos nada de ella, pero la escritura de la memoria no puede ser tramposa, por más propensión que tengamos a la invención de una tradición, a las comunidades imaginadas y a las construcciones identitarias. Maratón, las Termópilas o Salamina son, sin duda, lugares de nuestra memoria cultural, pero no es poco lo que debemos a Oriente. Si no somos capaces de explicar y comprender lo que sucedió realmente, ayer y hoy, Vae victis!, ¡Ay de los vencidos! ¡Ay de nosotros mismos!

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