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tribuna
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El brío del viejo teatro

Las obras del Siglo de Oro parecen enquistadas en el imaginario de buena parte de los españoles como una maldición, pero es posible insuflar vida a los clásicos sin miedo a su lado cómico y lúdico

Un momento del ensayo de ‘Las manos blancas no ofenden’, de Calderón de la Barca.
Un momento del ensayo de ‘Las manos blancas no ofenden’, de Calderón de la Barca.
Alba Carmona

Estoy bastante segura de que el teatro del Siglo de Oro tiene mala prensa por su supuesto carácter reaccionario. Es auténtica paradoja porque el público llena las funciones de la Compañía Nacional de Teatro Clásico y hace tiempo que muchos especialistas dejaron de concebirlo así. Pero parece enquistado en el imaginario de buena parte de los españoles como una maldición. Aunque las generaciones nacidas en democracia no hemos padecido las lecturas reaccionarias de este patrimonio, sospechamos (y sospechamos bien) que el franquismo estropeó muchas cosas, y también esta. Para saberlo no es necesario haber asistido, por poner un ejemplo, al montaje de La cena del rey Baltasar de Calderón que conmemoró el tercer aniversario del Alzamiento Nacional. Basta con alguna anécdota familiar, o con topar con una adaptación trasnochada de estos clásicos en televisión.

En lo que a nuestros días se refiere, determinados gestos tampoco ayudan a darle el brío que merece este legado. Fue desafortunado que precisamente Vox solicitara declararlo Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Y no creo que sea bueno que la ministra Díaz diga que le parece estar en el Siglo de Oro cuando oye hablar a los de este partido. Me cuesta imaginar que en el Parlamento británico alguien sea criticado por expresarse en un estilo similar al de Shakespeare.

Con todo, los dramaturgos barrocos se nos antojan muy distintos si atendemos a lecturas más frescas y exigentes. Basta con situarse en la Segunda República, cuando el teatro áureo formaba parte de los repertorios de La Barraca y el Teatro del Pueblo. Para quienes crean que estos dramaturgos solo admiten lecturas conservadoras, será una sorpresa descubrir que la Fuente Ovejuna lopesca, tildada tantas veces de monárquica, fue la pieza más montada por los barracos. El responsable de la adaptación fue Lorca, amante de nuestros clásicos, quien subrayó la protesta del pueblo contra el tirano. El sesgo revolucionario de la producción estaba tan claro que en 1934, al terminar una de las funciones, se proyectó en el telón la imagen de una hoz. La fortuna del mismo título fue triunfal también en la Unión Soviética y durante la Guerra Civil allí identificaban a los campesinos del drama con los comunistas españoles, mientras Dolores Ibárruri era conocida con el nombre de la protagonista: la llamaban la “nueva Laurencia”.

Pero más allá de las versiones ideológicas de los clásicos, ha sido una mirada lúdica la que ha permitido reescribirlos de otra forma, como ha sucedido recientemente en las tablas españolas. Expandir esta actitud ayudaría a sacarles de encima el presunto sopor que despiertan en las plateas: no es verdad. A diferencia de lo que cabría imaginar, en la misma Unión soviética y en época estalinista, no triunfaron las obras que mejor ilustrarían la lucha de clases, como la misma Fuente Ovejuna, sino las cómicas, entre ellas El perro del hortelano y La viuda valenciana, con sus amores enredados y sus enredos amorosos.

Esa misma tendencia está entre nosotros, como ha podido verse en la exposición que he co-comisariado para la Casa Museo Lope de Vega, Unos clásicos… ¡de cine! De hecho, las versiones de este tono entretenido y juguetón han sido las más populares a lo largo del siglo pasado y nada impide que vayan a serlo también en este. Es el caso de La dama duende calderoniana, en cuya adaptación participaron María Teresa León y Rafael Alberti durante su exilio argentino. Y otro tanto ocurrió con El maestro de danzar lopesco de la cineasta Tatyana Lukashevich, que con 28 millones de espectadores lideró la taquilla soviética de 1952. Más tarde llegó a la televisión rusa la aclamadísima versión de El perro del hortelano (1978) de Yan Frid, con cuya reposición se celebró por mucho tiempo el Año Nuevo.

A pesar de la magnífica acogida de estas adaptaciones, su éxito ha pasado inadvertido en España: pocos han podido seguir aquí su ejemplo y alcanzar unas audiencias parecidas a aquellas. Pilar Miró se encuentra entre las excepciones, pero también ella, antes de arrasar con su deslumbrante El perro del hortelano, debió combatir los mismos prejuicios que aún perduran. Las productoras desconfiaron de la rentabilidad de una adaptación de un texto áureo, y también sintió el desapego de los suyos mientras le desaconsejaban embarcarse en un proyecto a priori tan poco atractivo.

Miró no pudo adaptar más comedias áureas, pero sentó la idea de que en España era posible insuflar vida a los clásicos sin miedo a su lado cómico y lúdico. No hace demasiado, la serie El Ministerio del Tiempo supo aproximarse desde esa óptima a la misma materia. El resultado volvió a ser un éxito: cuando Lope apareció en pantalla, consiguió su primer club de fans del siglo XXI, que reclamó un spin off de su personaje y lo encumbró al trending topic: ningún aburrimiento.

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