Entonar
Se trata, básicamente, de correr el riesgo de descubrir que la voz está quebrada, o que está pero es otra (y que no nos gusta)
Entonar lleva su tiempo y es una tarea dolorosa: hacer que la voz vuelva a su sitio eludiendo, a la vez, el patetismo de copiarse a uno mismo o de terminar declamando frases inflamadas envueltas en capas de autocomplacencia (y, de todas maneras, siempre alguien dirá: “declama frases inflamadas envueltas en capas de autocomplacencia”). Hay que cruzar el hielo frágil del desánimo, escuchar las voces que dicen “lo harás pésimo”, aceptar que esa posibilidad (hacerlo pésimo) existe. Se trata, básicamente, de correr el riesgo de descubrir que la voz está quebrada, o que está pero es otra (y que no nos gusta). Es un ejercicio de paciencia, de avance y retroceso. Para entonar, entonces, hay que mirar por la ventana intentando ver, en los techos, los balcones y las plantas, algo que no sea la desaprensión de la existencia. Hay que hacer planes (salir a caminar, hacer mermelada de peras —¡un nuevo hallazgo!—, limpiar los muebles, planchar) y no cumplir ninguno. Hay que leer: comienzos de cuentos, finales de novelas, ensayos, poesía. Y escuchar alguna música (que no sobresalte el ritmo moroso del día). Mirarse mucho las manos, dejar pastar los pensamientos (ayuda evocar el olor del campo, la tensión del viento cuando se saca el brazo por la ventanilla del auto en una ruta). Hay que sentir alegría y pesadumbre. Cultivar el desconcierto. Someterse a lo que sucede cuando no sucede nada. Evitar tener ideas demasiado concretas sobre cosas que puedan designarse fácilmente: frío, calor, día, noche. Después, hay que dormir. Como escribió Carlos Díaz Dufoo (hijo), con “la potencia intacta y estéril”. Y al día siguiente despertar y sentir, por dentro, una bruma húmeda y fértil de la que pueden surgir, pero aún no surgen, ideas, destellos, resplandores. El método sirve para escribir y para seguir adelante. La mayor parte de las veces no funciona.
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