Quién tuviera un jefe robot con quien hablar de la empatía
El duelo de nuestro siglo no será entre dos tipos de trabajador sino entre dos tipos de inteligencia, la artificial y la nuestra
La distopía ya está aquí. Una androide mujer entrevista a un joven varón para un puesto de trabajo. Ella tiene el poder y él las explicaciones. Entonces ¿por qué cree que merece este trabajo? pregunta la máquina con su controladora voz. Bueno, sé manejar cualquier sistema operativo, responde el chaval. Nosotros también, dice ella. Luego la androide le reprocha lo mucho que nos gusta a los humanos perder el tiempo, la baja rentabilidad de nuestro trabajo, el tiempo que perdemos hablando por los pasillos. La escena no es real sino el último anuncio de Aquarius, dirigido por Owen Harris, director de Black Mirror y una especie de master chef de la distopía tecnológica. He pasado mucho miedo viendo este anuncio. Y aún más pensando en él.
Porque resulta que el chaval le explica al robot que lo que nos diferencia a los humanos de las máquinas son las ganas. “Nacemos con ellas y son las que nos empujan a reintentar algo una y otra vez hasta conseguirlo”, asegura. Y aparecen imágenes de superación humana que dan buen rollo y conmueven al espectador. Entonces es cuando sucede lo verdaderamente atroz, mi pesadilla, el terror. Porque la robot se da cuenta de que el sujeto que tiene delante es mucho más complejo que cualquier sistema operativo y a continuación le ofrece el trabajo. Lo terrible es que esta empatía es posible gracias a que el muchacho tiene delante una máquina. Porque nadie en su sano juicio va a estas alturas a una entrevista de trabajo a explicar a la directora de Recursos Humanos que es un poco charlatán pero que tiene muchas ganas. Y que además se equivoca de vez en cuando, incluso a menudo, pero que aprende siempre de sus errores. De hecho, esta escena no sería creíble si la directora de Recursos Humanos fuera una persona de verdad. Porque, en ese caso, la empatía no sería verosímil. Y la apuesta por la humanidad frente a la rentabilidad, impensable. ¡Quién tuviera de jefe a un robot con el que poder hablar de la familia, de lo humano y de las ganas!
Menos mal que según las previsiones del Foro Económico Mundial (WEF en sus siglas en inglés), parece que en 2025, robots y humanos nos repartiremos por igual los trabajos. Es verdad que esta nueva división no hará que aumente la resiliencia o la empatía sino la desigualdad. Sin embargo, la pregunta que nos hacemos cada vez que aparece una máquina con rostro humano no es social, económica o ecológica sino estrictamente personal. ¿Puede ser un robot mejor que yo? ¿mejor trabajador? ¿mejor amante? ¿mejor compañero? ¿mejor consumidor? Y en definitiva, ¿puede un robot ser mejor persona que un humano? La respuesta humana a esta pregunta es que sí. Porque ya hemos decidido que la inteligencia artificial es mejor que la nuestra, más predecible y ordenada. Y así es como tratamos de crecer, pensar y producir últimamente, como eficientes robots. Nos estamos entrenando como máquinas para poder ser sustituidos por ellas.
Es verdad que muchos estudios aseguran que los humanos nunca competiremos contra los robots, igual que no competimos ahora con las grúas o las escaleras mecánicas. Nos quitarán el trabajo y seguramente el coche, pero no la identidad. Incluso hay voces optimistas convencidas de que trabajaremos menos horas gracias a ellos y que los robots non representan una amenaza. En todo caso, la diferencia con otras transformaciones tecnológicas es que el duelo de nuestro siglo no será entre dos tipos de trabajador sino entre dos tipos de inteligencia, la artificial y la nuestra. La primera es predecible, escalable, eficiente, inagotable y cada día más barata. Mientras que la humana es contradictoria, mortal, intuitiva y a menudo fuera de control. Para colmo, educarla y potenciarla es carísimo.
Pero ¿qué es lo que hace que nuestra inteligencia sea humana? Evidentemente, es el lenguaje. Porque a diferencia del que puede usar cualquier robot o animal, no es un mero código. Por eso, la palabra dada, no solo sirve para transmitir información sino también para crear sentidos nuevos, para trasgredir el tiempo y el espacio y para traspasar los límites personales y humanos una y otra vez. Porque si algo nos define es precisamente eso que la palabra permite: trasgredir, cambiar, transformar, imaginar. Esa es la razón por la que los humanos nos enamoramos mientras los robots solo pueden nombrar el amor. Nosotros traspasamos siempre nuestros límites. Y lo hacemos con palabras, por cierto.
Qué pena que en esta nueva transformación tecnológica, el código se considere más eficiente que la palabra, el Excel parezca más claro que la mejor argumentación y los lugares comunes se impongan a menudo a la potencia transgresora del lenguaje. Qué pena el exterminio de la filosofía, el griego, el latín, las artes o la danza en la educación. Qué lástima que estemos pasando el pensamiento por un aro cada día más estrecho con el propósito de que sirva para unificar, medir, comparar, ahorrar y, por encima de todo, estandarizar. Qué tristeza que el lenguaje empresarial hable siempre de poner foco en una u otro cosa en detrimento siempre de un pensamiento para el todo (y para todos) de vez en cuando. Por eso, viendo el trato los humanos estamos dando a aquello que de verdad nos diferencia, solo nos queda soñar con el día en que un robot nos mire a los ojos y se apiade de nosotros. Ese día, según parece, está cada día más cerca.
Nuria Labari es periodista y escritora.
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