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Tribuna
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Ecocidio, crimen internacional

Es preciso actuar sin dilación a nivel mundial para frenar los crecientes daños medioambientales

Emilio Menéndez del Valle
Ecocidios
Activistas de Extinction Rebellion protestan por la Gran Vía para exigir que el ecocidio sea reconocido como crimen internacional en Madrid.Rodrigo Jiménez (EFE)

El tres de septiembre de 2020 seis jóvenes portugueses de nueve a veintiún años demandaron ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos a la mayoría de los Estados miembros del Consejo de Europa. Apoyados por el Global Legal Action Network (“Haciendo frente a la injusticia a través de estrategias jurídicas internacionales” es su lema), alegaron como justificación de la demanda y de acuerdo a los artículos 2 y 8 de la Convención Europea de Derechos Humanos el profundo y dañino impacto que el cambio climático está teniendo tanto en su vida personal como en la familiar.

Afortunadamente, a causa del galopante cambio climático y los serios daños que determinadas multinacionales están provocando, la preocupación de la sociedad ha crecido enormemente en años recientes. Buen ejemplo, aunque no el único, es el de los jóvenes litigantes lusos. Diversos Gobiernos, instituciones internacionales, parlamentos nacionales y el europeo, el Vaticano y por supuesto ONG, se han movilizado para lograr el reconocimiento del ecocidio como crimen internacional. Jurídicamente la tarea no es fácil, dado que existe un vacío legal internacional y hasta ahora los Estados no han concordado una definición legal común.

No obstante, se avanza. Polly Higgins, la eficaz activista escocesa, desgraciadamente fallecida de cáncer a los cincuenta años en 2019, definía el ecocidio como “el daño generalizado, la destrucción de o pérdida del ecosistema de un territorio dado, por causa de actividad humana o por otras, hasta el punto de que el disfrute pacífico de ese territorio por sus habitantes ha sido o será severamente afectado”. Se trata de un daño a la naturaleza de carácter generalizado, severo y sistemático.

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Personajes ilustres e instituciones relevantes contribuyeron hace décadas a facilitar el clima que ha hecho posible iniciativas como la de los jóvenes portugueses. Sin duda, el pionero fue el norteamericano Arthur Galston (1920-2008), biólogo botánico. En 1943 estudió el uso del ácido triyodobenzoico (TIBA) para estimular la floración de la soja, pero advirtió que su uso en niveles altos tenía un efecto defoliante. Ulteriormente EE UU convirtió el TIBA en el denominado agente naranja que arrasó ingentes cantidades de selva vietnamita. Galston denunció este uso mortal en la Conferencia sobre la Guerra y la Responsabilidad Nacional, Washington, 1970, donde acuñó el término ecocidio y propuso un acuerdo internacional para prohibirlo. Dos años después, en la Conferencia de Naciones Unidas sobre el Entorno Humano, el primer ministro de Suecia, Olof Palme (1927-1986), ante los bombardeos norteamericanos con el agente naranja en Vietnam, exigió a la comunidad internacional un acuerdo sobre el crimen de ecocidio, con estas palabras: “El aire que respiramos no es propiedad de ninguna nación. Lo compartimos. Los océanos no están divididos por fronteras nacionales. Son propiedad común nuestra. En el campo del ambiente humano no hay futuro individual, ni para los humanos ni para las naciones. Nuestro futuro es común. Hemos de compartirlo. Juntos tenemos que configurarlo”.

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Personas e instituciones que abrieron el camino y que recientemente muchas otras están contribuyendo a consolidar. No es precisamente un caminante menor el papa Francisco, quien en noviembre de 2019, en su alocución en el Congreso Internacional de Derecho Penal, abogó por que el ecocidio sea incluido en la lista de crímenes internacionales. Importantes son asimismo los alegatos de las Repúblicas de Vanuatu y Maldivas, acosadas por el alarmante crecimiento de las aguas del Pacífico e Índico respectivamente, que, en cuanto miembros de la Corte Penal Internacional (CPI) se han dirigido a la Asamblea de Estados Partes de la misma pidiendo que el ecocidio sea incorporado al Estatuto de Roma, carta fundadora del Tribunal. Hay numerosos ejemplos. Citemos por cercanía la resolución aprobada (22-12-2020) por la Comisión de Exteriores del Congreso español solicitando del Gobierno la inclusión del delito de ecocidio en la legislación española y el apoyo a la iniciativa de Vanuatu y Maldivas para incorporarlo al Estatuto de Roma.

En esta misma línea acaba de hacerse público el informe del equipo de juristas coordinado por Philippe Sands y Dior Fall Sow, con el patrocinio de la Stop Ecocide Foundation, oportunamente expuesto en estas páginas por Guillermo Altares. Al igual que otras voces autorizadas, insisten en la necesidad de que la CPI tome cartas en el asunto. Pienso que esa es la vía. El preámbulo de su carta fundacional habla de los graves crímenes que “constituyen una amenaza para la paz, la seguridad y el bienestar de la humanidad” y sin duda la alteración climática es la mayor amenaza para la paz, la seguridad y los derechos humanos de quienes habitamos el planeta. La comunidad internacional —apoyando sin fisuras a la CPI— debe sin dilación emprender acciones concretas y efectivas para hacer frente a los crecientes peligros y al daño desproporcionado que sufren innumerables comunidades en el mundo, especialmente las más vulnerables, incluida la de los seis jóvenes portugueses.

Emilio Menéndez del Valle es embajador de España.

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