Janet Malcom, el periodismo en la picota
La gran escritora de no ficción fue una maestra en mostrar los matices, los recovecos y las ambigüedades de cada historia
En una de sus deslumbrantes crónicas, Ifigenia en Forest Hills. Anatomía de un asesinato, Janet Malcom recoge una observación que hizo Alexis de Tocqueville a propósito de los periodistas estadounidenses en su legendario libro La democracia en América. Dice ahí que su rasgo distintivo es “el ataque burdo y directo, sin ninguna sutileza, a las pasiones de sus lectores; desprecian los principios con tal de atrapar a cualquiera, inmiscuyéndose en la vida privada de las personas y mostrando al desnudo sus flaquezas y sus vicios”.
Janet Malcom murió hace una semana de cáncer. Había nacido en Praga, tenía 86 años, y dedicó 55 de ellos a trabajar en The New Yorker. Fue en sus paginas donde se hizo célebre como una de las más grandes escritoras de no ficción. Publicó un montón de libros —crónicas, aproximaciones a las biografías de diferentes escritores, ensayos de todo tipo—, pero lo verdaderamente ejemplar de cuanto hacía fue su manera de tratar cada asunto, su punto de vista, su enorme sutileza, la arrolladora personalidad con la que se enfrentó a los temas más espinosos, su radical compromiso para sortear todos los tópicos y su valentía para resistir a la tentación que siempre acecha cuando toca enfrentarse a los hechos, sean del tipo que sean: la de cerrar una historia y liquidar cualquier ambigüedad. Es difícil no volver a sacar a colación uno de sus diagnósticos más celebrados: “Todo periodista que no sea tan estúpido o engreído como para no ver la realidad sabe que lo que hace es moralmente indefendible. El periodista es una especie de hombre de confianza, que explota la vanidad, la ignorancia o la soledad de las personas, que se gana la confianza de estas para luego traicionarlas sin remordimiento alguno”.
Las frases proceden de su libro más conocido, El periodista y el asesino, pero más que fijarse en esa condena tremendamente severa —un oficio “moralmente indefendible”— resulta más fructífero fijarse en lo que viene a continuación. Y es que cuando toca acudir a los hechos, para informar de ellos y para entender lo que ha ocurrido y poder contarlo, lo que sucede es que ya no existen estrictamente esos hechos sino un sinfín de intereses que florecen de inmediato alrededor de estos. No hay materia prima, hay interpretaciones, maneras de narrar lo sucedido, explicaciones o deformaciones, silencios, ocultamientos, tergiversaciones deliberadas, mentiras. Es cuando el periodista saca el colmillo y busca a aquellos que van a permitirle armar su relato, y explota “la vanidad, la ignorancia o la soledad de las personas”: para exprimirlas y salirse con la suya.
Contamos lo que nos van contando, y hace falta ir limpiándolo de adherencias y de equívocos y de manipulaciones. La verdad siempre es esquiva y conviene ir cercándola desde distintos frentes para aproximarse en serio a lo que ocurrió (un crimen, un robo, un suicidio… o una campaña electoral), que no siempre responde a nuestros prejuicios, ideas, causas o ambiciones. Esa fue una de las grandes lecciones de Janet Malcom. “El biógrafo se considera, no alguien que toma de prestado una cosa, sino un nuevo propietario de ella, alguien que puede señalar y subrayar lo que le apetezca”, apuntó en su trabajo sobre Sylvia Plath y Ted Hughes. Pero no somos propietarios ni de los hechos ni de las personas, y hay que tratarlos con la distancia y el respeto debidos.
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