De Perú para Colombia
La marginalidad y la injusticia no pueden premiar la falta de coherencia y de preparación
Es difícil entender por qué determinadas naciones terminan condenadas a escoger entre ciertos líderes para ser gobernados. El caso de Perú con Pedro Castillo, virtual presidente, y Keiko Fujimori, resulta demoledor. Una población después de cinco cambios sucesivos de presidentes en menos de dos años eligió entre la ignorancia folclórica de un profesor con sombrero como símbolo y el pasado oscuro de la hija de Alberto Fujimori. Dos populistas.
Es cierto que ese triunfo venido de las regiones en una nación centralista, en nombre del Perú Libre, puede ser interpretado como la venganza de los excluidos. Pero esa lectura simplista es aún más preocupante. La marginalidad y la injusticia no pueden premiar la falta de coherencia y de preparación. La preocupación de las élites peruanas no creo que sea solo de las élites. Es de cualquier ciudadano pensante que escuche a su gobernante no distinguir entre un monopolio y una empresa o desconocer el sistema de tributación igualitaria que reclama y menos aún que desde la izquierda se nieguen los derechos de las mujeres.
Pedro Castillo puede ser, según los conocedores, el títere de Vladimir Cerrón, exgobernador condenado por corrupción, pero es quien por lo menos hasta este momento gobernará para acabar con la democracia peruana. Y quienes votaron por él pensando “es como yo”, se equivocan: no es ni debe ser como usted. Debería inspirarlo a usted, debería respetarlo a usted, no usarlo a usted, porque el hecho de que entienda la necesidad y las costumbres de su mesa en familia, ha llegado a ella para hacer política, populismo del más descarado. Si realmente fuera como los que dice que representa, no los habría usado en sus campañas publicitarias.
Por su parte, no logró Keiko Fujimori, validada por Vargas Llosa, infundir suficiente miedo en la sociedad al comunismo. Tampoco pudo su populismo clientelista. Su pasado lleno de validaciones a la más corrupta de las presidencias como lo fuera la de su padre Alberto Fujimori (1990-2000) terminó por pasarle la cuenta de cobro. Investigada por lavado de activos entre muchos otros presuntos delitos, no se le está descalificando por delitos de sangre, sino por aplaudir la autocracia de su progenitor, hoy preso por delitos de lesa humanidad junto a su cómplice Vladimiro Montesinos, el fanático del espionaje. Siempre vale la pena volver a leer cuando se pierde la memoria a Gustavo Gorriti en Petroaudios o ver los llamados Vladivideos con los que se compraba en efectivo a la oposición.
Ahora pretende Keiko que se anulen los votos de su contendor, acostumbrada a anular a los demás por los medios que toque. Debería un sistema democrático impedir que cualquiera de los dos pueda gobernar o incluso participar en política cuando han cruzado los límites de la legalidad y de la ética, pero no es posible.
La responsabilidad final está en los ciudadanos, y por lo tanto en la educación y en los hogares, donde cada vez es más frecuente escuchar a los padres repetir los discursos extremistas de los políticos a sus hijos, a esos que pronto tendrán cédula de ciudadanía para votar. A los mismos que por estos días se les seduce en las redes sociales con una campaña para que saquen la cédula a través de las imágenes de cuerpos erotizados como si la mente no fuera el verdadero lugar de la seducción.
En momentos en que Venezuela profundiza su crisis y Nicaragua encarcela opositores para llegar sin competencia alguna a las elecciones de noviembre, proceso en que el país centroamericano sólo valida la continuidad de su dictadura, y cuando Brasil y Colombia entrarán en contiendas electorales en 2022, la realidad vecina puede ser la nuestra.
Escuchar a un líder del sindicato de maestros Fecode, quienes dejaron sin educación a tantos niños en Colombia con la excusa de la pandemia, que su protesta, sus manifestaciones tienen por objetivo la toma del poder en el 2022 no puede más que mostrarnos a un maestro, pero de la farsa. Y luego ver a la derecha pretender el escalamiento del caos que hemos vivido después de casi 50 días de protestas, acusando a la izquierda de incendiar el país, solo les resulta lo más conveniente para promover el deseo autoritario. Unos y otros desde sus orillas ideológicas, igual de mezquinos.
América Latina vive un peligroso camino a convertirse en un continente fallido debido a la contracción económica que nos dejó la pandemia haciendo visibles las vulnerabilidades más profundas de nuestros sistemas y mostrando la cara de las desigualdades en las que se han soportado las campañas políticas, obligando a los gobiernos por fin a responder con programas gratuitos y ayudas concretas a esa población excluida de todas las oportunidades.
Pero esas políticas no son sostenibles ni fiscal ni éticamente cuando está demostrado que la brecha se logra cerrar con educación y trabajo. Y no son precisamente los candidatos de sombrero de ala ancha los que lo garantizan y tampoco los violadores de derechos humanos que siguen sembrando de sangre los territorios de Colombia.
Como hiciera Enrique Krauze en su Carta a un peruano, yo recurro a los ciudadanos colombianos en quienes creo que está la esperanza. De los votantes depende que nos convirtamos en una nación condenada como Perú, o despertar y promover candidatos que garanticen un cambio real, una modernización del sistema democrático, donde la argumentación y la honestidad sean las banderas. Muchos son los candidatos poniendo su nombre a disposición de los votantes cuando falta un año para las elecciones. Pocos son los ciudadanos convertidos en escrutadores. Larga y dura tarea tenemos por delante si no queremos sentarnos pasivos ante debates electorales entre los extremos que terminan siempre por impedir que saquemos la cabeza del lodazal. Porque les convienen las luchas en el barro.
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