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tribuna
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Caminar sola de noche

El caso de Sarah Everard nos recuerda que las mujeres estamos atrapadas en un relato en el que somos vulnerables, estamos a merced de los peligros y necesitamos protección

Amanda Mauri
Manifestación tras la muerte de Sarah Everard frente a Scotland Yard, en Londres el pasado 16 de marzo.
Manifestación tras la muerte de Sarah Everard frente a Scotland Yard, en Londres el pasado 16 de marzo.HENRY NICHOLLS (Reuters)
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A Sarah Everard la asesinó un oficial de policía la noche del 3 de marzo. Tenía 33 años, vivía en Londres y volvía de casa de una amiga. Al día siguiente había quedado con su pareja, no apareció. Tras una semana de búsqueda, la policía encontró sus restos en una bolsa. Identificaron sus implantes dentales. Diez días después, se organizaron vigilias para llorarla. Una ciudad convertida en herida, las velas arañando la noche, cientos de mujeres tejiendo un luto que no acaba. Y la policía cargando contra ellas, empujándolas, inmovilizándolas, recordándoles que la calle no les pertenece, que deben quedarse en casa. Quietas.

La noche de su asesinato, Everard cruzaba la ciudad en un gesto mil veces repetido, un gesto instintivo, ritualizado y exorcizante. Caminar. Ella caminaba. No hay nada más liberador que medir el peso del cuerpo contra el mundo, acompasando ritmos, extendiendo el aliento hasta abarcar calles enteras. Sentir que tu cuerpo no tiene límites porque se ha convertido en paisaje, en ciudad, en infinito. Caminar no es sólo desplazarse, es adueñarse de un espacio, de un tiempo, de un pedazo de realidad. Adueñarse de la libertad y la contingencia a la que se expone el cuerpo, afirmando así una identidad propia, y la capacidad de defenderla ante el mundo. En Wanderlust. Una historia del caminar, la escritora Rebecca Solnit lo describe como “una curiosa consonancia entre el paisaje interno y el externo” y sugiere que “la mente es también una especie de paisaje y que caminar es un modo de atravesarlo”. Caminar ha ocupado un lugar destacado en nuestra tradición filosófica e historia política: desde la escuela peripatética, hasta las marchas de Selma a Montgomery. Más que un acto fisiológico, es una práctica llena de significado. Y, a menudo, de obstáculos. ¿Quién puede adentrarse en ciertos espacios? ¿Dónde acaba la ciudad y empieza el laberinto?

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Si caminar es resistencia, placer y conocimiento, también es violencia y miedo. No debería serlo, pero lo es. La muerte de Everard no fue el resultado de una casualidad trágica, sino de un patrón sistémico. Todas las mujeres que caminamos solas nos sabemos enredadas en una espiral incesante, imposible de controlar, más fuerte que nosotras, más fuerte que todo. Podemos llamarlo vulnerabilidad, o precariedad, o simplemente miedo. Un terror lúcido, aunque a menudo inconsciente, a morir. A que nos maten. Aprendemos a vivir con el peligro; aprendemos que nuestros caminos pueden ser interrumpidos, nuestros cuerpos violados, nuestras vidas desechables. La muerte no deja de retorcerse a nuestro alrededor, pero no podemos tenerla presente a cada segundo. No podríamos salir, respirar, experimentar. Así que nos acostumbramos a ella, hasta que su halo triste se funde con nuestra piel. Dormida, latente.

La muerte está ahí cuando trazamos rutas nocturnas, cuando impostamos una conversación telefónica, cuando nos despedimos de una amiga con un “escríbeme cuando llegues”; está ahí cuando nos sentimos culpables por cruzar la ciudad sin más compañía que nuestros pensamientos, también cuando nos resignamos a caminar escoltadas, negándonos el placer de sentirnos completas en nuestra soledad. La misma Solnit, algunos años después de publicar Wanderlust, describe este conflicto en Recuerdos de mi inexistencia. Caminar sigue siendo fundamental, pero la autora también habla de una juventud atormentada por el peligro de caminar sola de noche. “Todas las cosas malas que les pasaban a las otras mujeres porque eran mujeres podían ocurrirte a ti por ser mujer. Aunque no te mataran, mataban algo de ti: tu sensación de libertad, de igualdad, de confianza en ti misma”.

Y matan algo más: la imaginación. Nuestra cultura está saturada de mujeres muertas, violadas, torturadas. Como una premonición, o una amenaza. No es casualidad que las películas busquen el miedo del público a través de los personajes femeninos. ¿Cuántas veces hemos sentido tensión, inquietud o pánico al ver que la protagonista se queda sola? El hombre desaparece y, de pronto, una música crispante llena la escena, las luces cambian, los planos se vuelven claustrofóbicos. Sabemos que está en peligro, la atacarán en cualquier momento. Y, por extensión, también al público. Aprendemos a relacionar el miedo, la inseguridad y la incapacidad con la mujer. El mensaje es claro: podrías haber sido tú, podrías ser la siguiente.

No necesitamos ver más rubias asesinadas en la pantalla, ni tramas enclenques cuyo único gancho es la violencia gratuita contra una mujer. También podemos prescindir, de una vez por todas, de esa regla no escrita que insiste en embellecer, incluso sexualizar, el sufrimiento femenino. “La muerte de una mujer hermosa es, sin duda, el tema más poético del mundo”, decía Edgar Allan Poe. A lo cual Solnit replica que, probablemente, no se le ocurrió pensarlo “desde la perspectiva de las mujeres que prefieren vivir”. Esta es la clave, no parece tan difícil. Imaginar el mundo a través de nuestros ojos. Tejer un relato que nos quiera vivas, un paisaje narrativo por el que deambular y perdernos. De noche, solas, con nuestros pensamientos. Sin miedo.

Amanda Mauri es investigadora y escritora feminista.

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