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Tribuna
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La fortaleza de los mayores

La encuesta del CIS sobre salud mental nos ha sorprendido al recoger una mayor capacidad adaptativa de los ancianos ante las dificultades de la pandemia

María Ángeles Durán
La fortaleza de los mayores / M Angeles Durán
Eva Vázquez

A veces, las encuestas arrojan sorpresas. Acaban de publicarse los hallazgos de un reciente sondeo sobre la salud durante la pandemia, que ofrece de los mayores un retrato en excelente estado de salud mental. Los mayores han manifestado capacidad adaptativa, inteligencia emocional y acceso a redes afectivas a pesar de los prolongados encierros y de saberse en la diana del coronavirus. Tal vez no debiera resultar sorprendente, pero tras tantos meses de bombardeo sobre su vulnerabilidad y tanto aluvión de cifras terribles sobre fallecimientos de personas de edad avanzada, la bondad de los datos es una inesperada y magnífica noticia.

El estudio lo ha realizado el Centro de Investigaciones Sociológicas y los datos son de libre acceso. Resulta complicado precisar qué se entiende por persona mayor. Este estudio no define explícitamente a los mayores sino que, como es habitual, asume al umbral divisorio impuesto por la jubilación y agrupa en un colectivo estadístico a todos los que sobrepasan los sesenta y cinco años. Por equivalencia con su peso en la población española, constituyen el 25% de la muestra.

En lo que pudiéramos llamar datos objetivos o constatación de hechos, solo el 7% de los mayores entrevistados dice haber enfermado de coronavirus, mientras la media de la población es de 9%. La máxima, no muy diferente de la media, la arrojan los grupos de edad central, entre los 35 y los 54 años. Sin embargo, los datos ofrecidos por los mayores también alumbran la situación de riesgo que han vivido. La hospitalización de quienes enfermaron alcanzó entre ellos un índice del 20%; es más alto que la media, y mucho más alto que entre los de 25 a 44 años (5%) o los menores de 24 años, que no llegan al 1%. El índice de quienes han perdido algún amigo por la pandemia es del 39%, el doble que la media de la población.

Aunque la encuesta no define la salud, un centenar de preguntas se convierten en otros tantos indicadores que ayudan a configurarla. En los indicadores de problemas físicos durante la pandemia, tales como haber sufrido dolores de estómago, espalda, torácicos, mareos o desmayos, palpitaciones, estreñimiento o diarrea, náuseas, gases o indigestión, los mayores reportan índices más bajos que cualquier otro grupo de edad. No se trata de una respuesta desganada respecto a su propia situación, sino atenta y claramente diferenciada según el tema: como prueba del contraste, respecto al dolor de articulaciones ofrecen un mal índice, peor que el de cualquier otro grupo de edad. Es algo ya sabido, constatado por todas las encuestas de salud y certificado por la práctica médica. En cuanto al padecimiento de enfermedades crónicas anteriores a la pandemia, sus declaraciones cuadruplican los índices de los más jóvenes.

Los mayores han mostrado su fortaleza en las actitudes y emociones. No es irrelevante que la sociedad española haya garantizado su estabilidad económica manteniendo las pensiones durante la crisis, mientras a su alrededor se instalaba la incertidumbre por la pérdida millonaria de empleos y negocios.

La pandemia ha propiciado emociones negativas como la ansiedad, la tristeza, la preocupación, el agobio, el nerviosismo y la irritabilidad, la desesperanza respecto al futuro o la sensación de soledad. Cada una de ellas se ha convertido en un indicador: en una escala de cuatro puntos, el conjunto de la población alcanza una media de dos puntos. Los mayores están por debajo de la media y obtienen las puntuaciones mínimas en todos los indicadores de emociones negativas, mientras los grupos más afectados son precisamente los menores de 24 años y los de 25 a 44.

Los mayores reportan los índices más bajos de toda la población en los indicadores de haberse sentido deprimidos durante la pandemia, no haber controlado sus preocupaciones o haber perdido el interés en hacer cosas. A pesar de que una cuarta parte de ellos viven solos en su hogar, declaran haberse sentido aislados durante la pandemia en menos proporción que cualquier otro grupo de edad, e igual sucede con el miedo al aislamiento y la soledad. También ofrecen los índices más bajos del miedo declarado a contagiarse o morir, o que pueda contagiarse algún familiar.

En las secuelas poco tangibles de la pandemia, como los problemas de sueño o cansancio y la sensación de no disponer de suficiente energía, los mayores manifiestan la incidencia más baja del problema, siendo en cambio los grupos de jóvenes de 25 a 34 años quienes ofrecen los índices más altos.

Si estos datos merecen reflexión es porque la pandemia ha deteriorado la imagen de los mayores, viejos, jubilados, ancianos o como quiera llamárseles. Un deterioro dramático en el que se mezclan sentimientos de culpa, de compasión por los otros, de pérdida de autoestima por sí mismos. Hacían falta contra-datos que equilibrasen esa imagen de fragilidad que indirectamente y sin proponérselo favorece el edadismo y la exclusión social.

Claro que los datos sólo proceden de observaciones a gran escala, respuestas masivas ante preguntas encasilladas. Podría argumentarse que las encuestas domiciliarias invisibilizan a los mayores institucionalizados, que viven en residencias o están internados en hospitales. Eso es cierto, y también que los fallecidos no contribuyen a las encuestas con sus malos datos, sus opiniones o quejas. Sin embargo, los residentes en instituciones son unos trescientos cincuenta mil, que sobre más de nueve millones de mayores de sesenta y cinco años no llegan al 4%. En sus hogares permanecen el 96% restante, la inmensa mayoría. Los residentes son un grupo importante por sus especiales características y necesidades, pero no son representativos del conjunto de los mayores.

También es cierto que el índice de sin respuesta de los mayores suele ser alto, y que tienen una constatada tendencia a emitir opiniones menos críticas que los jóvenes. Sin embargo, la abstención es selectiva y no se produce cuando el tema les interesa o lo conocen de cerca, como sucede en los indicadores de salud de esta encuesta. En cuanto al grado de acomodación o falta de criticismo, no es tan elevado que cambie de signo las tendencias, sólo las atempera ligeramente.

Todos estos factores pueden haber contribuido a dulcificar los resultados, pero no desmerecen en lo esencial de lo expresado por los mayores, que es el íntimo sentimiento de éxito cotidiano, de supervivencia modesta, del “querer estar bien” triunfando sobre el dolor y el riesgo.

A título personal, siento agradecimiento por los 958 mayores de sesenta y cinco años que junto a 2.862 jóvenes y maduros han accedido a responder a esta encuesta. Son un espejo fidedigno en el que me reconforta verme reflejada.

María Ángeles Durán es catedrática de Sociología.

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