Si esto es el paraíso
Debajo de un sol eléctrico y adormecedor, luminoso como ninguno, ocurren cosas terribles
Verano. Un día entre semana. Mami vestida con la ropa blanca de las camareras de piso. Mami con un moño negro que se camufla entre su pelo aún más negro, su pelo que parece sostenido por arte de magia. Es temprano, me desmayo de sueño. Tengo seis, siete, puede que ocho años. Arriba de nuestras cabezas se levanta el cartel gigante del apartahotel con tres estrellas encendidas. Chos, tres son bastantes, pienso.
Mami huele a colonia de flores. Está limpia como una mañana sin nubes. Me arrastra por el brazo porque ya llegamos tarde. Son tiempos extraños, en cierto sentido, hermosos. Las políticas de empresa son flexibles como una niña en gimnasia rítmica. Está permitido llevar a los hijos al trabajo y no está condenado coger mercancía sin permiso. Mi tía trabaja en un McDonald’s y agarra puñados de muñecos de los Happy Meals y me los entrega, cada uno en su bolsita plástica. A veces tengo varias barbies en miniatura repetidas y las subasto durante el recreo.
Observo a las recepcionistas mientras Mami junta el material de limpieza. Me preguntan mi nombre y me mandan besos volados. Subimos en el ascensor, sueño con ponerme tacones rojos. Miro los zapatos de Mami. Son blancos, ortopédicos, abiertos por la parte de atrás como de enfermera, llenos de puntitos que permiten la transpiración. En el apartamento me siento a ver la tele. En todos los canales hablan alemán y me enfado. Mami arranca las sábanas de las camas, mete la loza en lejía mientras habla sola. A través del balcón siento la piscina que tiembla por la brisa caliente. Es de agua salada, me dice Mami. Acabamos el apartamento y bajamos a verla, medio escondidas. Me alongo sobre el bordillo y me fijo en los azulejos minúsculos del fondo. Tengo calor, el pantalón me aprieta los muslos. De repente, alguien me toca en el hombro y pienso que es Mami. Levanto la mirada y lo veo. Un hombre mayor, afeitado, vestido de empresario. Chaqueta, corbata, pantalones negros. Tiemblo. Van a pelearle a Mami por mi culpa. “¿Mi niña, y tú no trajiste un bañador para bañarte un fisquito?”, me pregunta el hombre con alegría. Se me iluminan los ojos, dos fósforos encendidos. Abro la boca para responder, pero suena la voz nerviosa de mi madre. No se preocupe, a ella no le gusta bañarse. Me jala de la mano y me lleva al siguiente apartamento. Ese día no le voy a volver a dirigir la palabra. Me la voy a pasar todo el tiempo amulada, callada en una esquina.
Ahora, mientras escribo esta tribuna y trato de reconstruir el recuerdo, busco en internet cómo funcionan las piscinas de agua salada y me cuesta entender. Imagino un tubo subterráneo que chupa el agua del océano como si fuera una cañita. Los pescaditos, las algas, los microplásticos avanzan de la mano hasta atravesar el límite con la tierra. Algo me quema el pecho. Todavía estoy enfadada por lo de la piscina. No por el hecho de que mi madre hablase por mí, sino por aquella certeza de estar siendo estafada que todavía siento.
Todas las noches, cuando veo la tele autonómica, aparece un anuncio en el que una conocida marca de coches de alquiler asegura: “Canarias es un paraíso”. Después del eslogan, una mujer y un hombre corren como caballos desbocados por una playa de arena. Van vestidos de blanco, como en una boda ibicenca. Y, todas las noches, cuando lo veo, me repito que si esto es un paraíso, por qué yo no me pude bañar en aquella piscina. Y si esto es un paraíso, por qué hay gente que no puede participar del paraíso. Y por qué mis padres tienen el cuerpo destrozado por el paraíso y no pueden disfrutar del paraíso, pues resulta que están ocupados en hacer que sean otros los que disfruten de ese paraíso a través del desgaste de sus rodillas y su espalda y su tendinitis aguda. Y si esto es el paraíso, por qué expulsan a la gente de las casas del paraíso para luego construir hoteles y avenidas marítimas del paraíso. Y por qué este mar chupado por una cañita, este mar oscuro, negro como un perro salvaje y pulguiento —que en el siglo pasado nos cargó entre los dientes hasta Cuba, Venezuela, Alemania o Inglaterra y que ahora nos trae a la gente de la costa de al lado, la que está justito al lado, la costa de ese continente que todavía nos parece un espejismo—, genera tanta muerte y tanto olvido. Y por qué en esta isla hermosa, que me eriza los pelos de la nuca y me hace llorar cuando estoy lejos, no hay trabajo ni esperanza para los hijos del paraíso. Esos hijos que aprendimos a promocionar el paraíso como si nos estuvieran pagando por hacerlo.
Y si esto es el paraíso, por qué debajo de un sol eléctrico y adormecedor, luminoso como ninguno, ocurren tantas cosas terribles. Cosas como que el paraíso puede ser una cárcel de personas, gente a la que le entregamos comida rancia y con gorgojos, odio y discriminación, vacío, más que nada vacío y sufrimiento. Si esto es el paraíso, díganme por qué no se me parece en nada al paraíso. Díganme por qué los que habitamos el paraíso seguimos viendo la piscina desde el otro lado.
Andrea Abreu es autora de Panza de burro (Barret), y uno de los 25 narradores jóvenes menores de 25 años que escriben en español seleccionados por la revista Granta en su edición número 23.
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