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COLUMNA
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¿Existe Siria todavía?

El país es un caso extremo de los territorios vagos surgidos de las nuevas guerras, donde no hay Estado ni derecho, apenas seguridad y las mafias se reparten los despojos

Lluís Bassets
Varias personas participan el pasado 14 de marzo en una manifestación con motivo del décimo aniversario del conflicto sirio frente al edificio del Reichstag, en Berlín (Alemania).
Varias personas participan el pasado 14 de marzo en una manifestación con motivo del décimo aniversario del conflicto sirio frente al edificio del Reichstag, en Berlín (Alemania).CLEMENS BILAN (EFE)
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Los refugiados sirios ya no esperan volver pronto a casa

Su población ha sido diezmada. Según ACNUR, casi seis millones de sirios han huido al extranjero. Han muerto más de 400.000 en los combates y bombardeos. Dentro de su territorio, 13 millones se hallan desprotegidos y casi tres aislados en lugares de difícil acceso o asediados. Bachar el Asad solo controla un 70% del país. El resto está en manos de las facciones en guerra.

Durante esta década, un horror indecible se ha cernido sobre el país. Su Gobierno ha atacado a la población civil indefensa, primero con artillería, luego con la aviación mediante barriles explosivos e incluso armas químicas. La protesta civil inicial viró en guerrilla islamista, parasitada primero por Al Qaeda y luego por el Estado Islámico. Por primera vez, quedaron borradas las viejas fronteras de la descolonización bajo la amenaza del califato terrorista surgido de Irak.

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Una carrera siniestra de torturas y ejecuciones ha acompañado todo este tiempo a una contienda civil siempre con más de dos bandos, todos contra todos, y cada uno protegido por alguna potencia regional, Arabia Saudí, Turquía e Irán, o incluso mundial, Rusia y Estados Unidos. El efímero Estado Islámico alcanzó la cumbre del espanto con el espectáculo de sus decapitaciones, pero nadie tiene tanta responsabilidad por los crímenes de guerra y el genocidio como Bachar el Asad, el protegido de Rusia e Irán que se ha erigido en vencedor.

Hace diez años, era el centro de gravedad del mundo árabe, según la visión de la familia El Asad, el clan alauí que lleva 50 años en el poder. Entonces, el actual dictador se declaró inmune al terremoto de las revueltas árabes. Era una amenaza, no un análisis: iba a desencadenar las fuerzas del infierno sobre su país y la región entera en cuanto estallaran las protestas.

Siria es un caso extremo de los territorios vagos surgidos de las nuevas guerras, donde no hay Estado ni derecho, apenas seguridad y las mafias se reparten los despojos. Su población se ha vaciado sobre los países vecinos, y de estos sobre Europa, donde se ha multiplicado como crisis de fronteras. La extrema derecha ha dado con la fórmula infame para su progreso electoral sumando refugiados con terrorismo.

Estados Unidos y la Unión Europea ya no cuentan. Agotaron su credibilidad cuando incumplieron sus amenazas ante el uso de armas químicas contra la población civil. Trump culminó la inhibición cuando dejó al pie de los caballos turcos a los combatientes kurdos que habían liquidado al Estado Islámico.

Moscú, Ankara y Teherán son los que negocian ahora algo que parezca la paz a espaldas de los occidentales. El veto doble de Rusia y China, novedosa variante de una nueva hegemonía, paraliza cualquier propuesta razonable de Naciones Unidas. Diez años después, el entero paisaje geopolítico de Oriente Próximo es irreconocible. Es dudoso que Siria exista todavía.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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