Machacada
En este país, en el que hijas e hijos de la clase obrera ya han ido en muchos casos a la universidad, volvemos a arengar la muerte de la inteligencia
El análisis político es muy sofisticado para medir la zafiedad del transfuguismo en Murcia o la grosería de una presidenta madrileña que llega a serlo por maniobras de despacho de las que después abomina —ella es pura— para convocar elecciones. Mediocridad y mentira no merecen un fino análisis: la presidenta dice que hay más violencia contra hombres que contra mujeres. A la porra el machismo sistémico, el vertiginoso ascenso del paro femenino, las asesinadas. Temo que, para la presidenta, si tú no quieres, a ti no te pega ni Dios: vivimos en el imperio de la igualdad de oportunidades siempre y cuando el socialcomunismo —¡zotal!— no nos venga a jorobar el chiringuito de los emprendedores filántropos y el desmantelamiento de lo público. Ayuso es sensible al adoctrinamiento en la escuela: por eso, en Madrid permiten dar charlas a Ortega Smith, pero no a Irene Montero. Usted tiene libertad para ir al Hospital MacGyver: se lo puede pagar porque ha sido una persona buena y trabajadora —no por ello ajena a diversiones y cubatas—, y no una zarrapastrosa migrante monolingüe de Pan Bendito a la que su jefe achucha porque se deja. La libertad es hacer lo que a una le sale de los ovarios como Carmencita Martínez-Bordiu. Nietísima. Fiesta, campechanía, transgresiones de chichinabo. Desde el privilegio. Las personas responsables que tejen redes y cuidan ejerciendo una libertad que repercute en el bien común, no somos libres, somos gilipollas. Y muermos.
Pese al desajuste entre el fino análisis y la burda realidad, quienes leemos encuestas y observamos la deriva del PP —caja b, bulos, pactos con Vox, gestión de la pandemia en Madrid— nos formulamos una pregunta: ¿por qué se vota a Díaz Ayuso? Hay un inamovible voto ideológico; un voto pragmático que repercute en intereses particulares sin separarse, en realidad, de la ideología —facilitar el acceso del vehículo privado al centro de ciudades contaminadas es un asunto ideológico—; hay un voto de castigo del que, masoquistamente, suele hacer uso la izquierda… Pero existe otra razón para votar a Ayuso: la empatía hacia la vulnerabilidad de una presidenta que se pierde ante preguntas fáciles. Contradicciones y titubeos, el humano simpático errar, apuntan hacia el férreo norte de que se normalicen prácticas especulativas y privatizadoras, se afiancen las desigualdades y se apliquen políticas ideológicamente represivas y festivamente tolerantes en la burbuja de la utopía trumpiana. Ayuso sigue por ese carrilito, esa idea fija, apuntando al corazón y, aunque le den asco, en San Isidro come gallinejas. Habla desde la soberbia defensiva de quien no quiere ser pillada en falta, apela a nuestras imperfecciones y se presenta como chivo expiatorio de una izquierda, pija y razonadora, que cae mal y no contrapesa la visceralidad con pedagogía porque también la pedagogía ha caído en desgracia. Para entender el voto a Ayuso, que es sencilla y la machacan, no podemos prescindir del odio hacia un trabajo político del que se entiende mejor la corrupción de listillos y listillas —simpáticos personajes de Uno de los nuestros—, que la perversa inteligencia fría y socializante. Pero la bondad no es patrimonio exclusivo de la estulticia. En este país, en el que hijas e hijos de la clase obrera ya han ido en muchos casos a la universidad, volvemos a arengar la muerte de la inteligencia. Es poco popular.
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