¿Aprendimos las lecciones del 11-M?
Pese a la movilización yihadista no se ha puesto en marcha un plan nacional contra la radicalización
La fractura política y la división social que provocaron los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid —añadidas a los 192 muertos y a los más de 1.800 heridos ocasionados— hizo que durante mucho tiempo no se llevara a cabo una reflexión nacional serena y rigurosa sobre las lecciones que era preciso extraer de lo sucedido aquel día. Hubo una Comisión de Investigación sobre el 11-M en el Congreso de los Diputados, entre mayo de 2004 y julio de 2005, pero sus sesiones se vieron seriamente afectadas tanto porque al mismo tiempo se estaba instruyendo el sumario por la matanza en los trenes de Cercanías como porque el desencuentro acerca del tema era entonces muy intenso entre los partidos y entre la ciudadanía.
En realidad, esa deliberación colectiva sobre las lecciones del 11-M, sobre todo en lo que atañe a las circunstancias que permitieron a los terroristas preparar y ejecutar los atentados de Madrid sin más impedimentos que el alcance de sus destrezas, aún es tarea pendiente del sistema político español. El contexto de polarización y manipulación política en que ha sido tratado lo relacionado con los atentados de Madrid redujo durante largo tiempo los márgenes para la crítica y para la autocrítica. Hoy, si alguien sostiene que el 11-M fue obra de terroristas de ETA lo hace por desconocimiento o por interés personal, pero eso no debe impedir una argumentación fundada sobre por qué no se evitó y qué implicaciones sigue ello teniendo.
El hecho de que los principales terroristas del 11-M fueran bien conocidos en las fuerzas de seguridad del Estado, en el Centro Nacional de Inteligencia y en la Audiencia Nacional antes de 2001 por su pasada relación con células y grupos yihadistas, o de que en esas agencias e instituciones supiesen en 2002 de otros tantos implicados y antes de que terminara 2003 de los demás, convirtió al 11-M en un fallo policial y de Inteligencia. Un fallo al que coadyuvó el entonces precario tratamiento jurídico del terrorismo yihadista y algún desatino judicial. Un fallo que la cooperación internacional no mitigó. En el trasfondo, una sociedad que no había definido ese terrorismo como problema y unas élites políticas que no lo habían incorporado a sus agendas.
Los atentados de Madrid se pudieron haber evitado en distintas ocasiones, a lo largo de los dos años durante los cuales se planificaron y prepararon, si ese conocimiento previo de los terroristas que tenían en el Cuerpo Nacional de Policía hubiese sido bien interpretado y compartido con la Guardia Civil; si no hubiese existido tanta descoordinación en y entre ambos cuerpos; si en el Centro Nacional de Inteligencia no hubiesen tenido una visión desenfocada de la amenaza; si la legislación y el entendimiento judicial hubiesen sido apropiados; si Marruecos, Turquía, Francia o Bélgica hubiesen cooperado más y mejor, y si quienes sospecharon de allegados o conocidos, dentro o fuera de las comunidades musulmanas, hubiesen antepuesto la lealtad cívica a otras lealtades.
Tras el 11-M se inició una reforma de las estructuras españolas de seguridad interior para adaptarlas a los desafíos del terrorismo yihadista. En lo referido al incremento de las capacidades para obtener y analizar información, a los avances en coordinación antiterrorista y al reforzamiento de la cooperación internacional, esa reforma ha tenido continuidad, aunque persisten dificultades estructurales que enmendar. Al tiempo, el servicio español de Inteligencia ha evolucionado en su atención al terrorismo yihadista. Sin embargo, las disposiciones sobre delitos de terrorismo contenidas en el Código Penal de 1995 no se adecuaron hasta 2010 y hubo que acomodarlas de nuevo en 2015, en ambas ocasiones sin apenas debate público, como un imperativo de la UE. Pero cuando, como ha ocurrido en los últimos ocho años, solo una cuarta parte de los detenidos por su presunta implicación en actividades de terrorismo yihadista son enjuiciados y apenas dos de cada diez condenados, no basta con aducir que el enfoque español se basa en un acuerdo entre jueces, fiscales y policías para anticipar operaciones antiterroristas y evitar posibles planes para atentar no detectados, lo que constriñe la obtención de pruebas incriminatorias. Porque esos números tienen consecuencias en la percepción del antiterrorismo en el seno de las comunidades musulmanas de donde proceden y a las que regresan los detenidos que no fueron puestos a disposición judicial o los que estuvieron presos para ser finalmente absueltos.
En esas comunidades musulmanas han adquirido una desmesurada influencia el islamismo y el salafismo, ideologías autosegregadoras y deslegitimadoras de la democracia que configuran entornos permisivos para la radicalización y el reclutamiento yihadista. No parece que las Administraciones públicas tengan un criterio frente a este reto social. Pese a la inusitada movilización yihadista en España durante la última década y a que jóvenes nacidos o crecidos en nuestra sociedad predominan ya entre quienes se implican en actividades de terrorismo yihadista, aún no se ha conseguido implementar un plan nacional de prevención de la radicalización, al margen de las iniciativas que se llevan a cabo en el ámbito de las instituciones penitenciarias.
Fernando Reinares es director del Programa sobre Radicalización y Terrorismo en el Real Instituto Elcano y catedrático en la URJC. Autor de 11-M. La venganza de Al Qaeda (Galaxia Gutenberg).
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