Hacia una política exterior estratégica
Los ciudadanos no asocian la extraordinaria proyección de España con un poder decisor equiparable. Es preciso un salto cualitativo de la acción diplomática y una defensa coherente de nuestros intereses y valores
Hace justo cinco años que el infausto David Cameron anunció la celebración del referéndum para abandonar la UE y, en este tiempo, me ha tocado hablar del Brexit por toda España y ante las audiencias más variadas: grandes despachos de abogados, asociaciones de base, bastantes universidades, dirigentes sindicales, funcionarios de todos los niveles territoriales, muchísimos periodistas. Desde la sede de Podemos en Lavapiés hasta la ciudad financiera del Santander. De Deusto a Barcelona, pasando por un foro ciudadano de Jaén o el mismo Congreso de los Diputados. En ese fascinante periplo he tenido la suerte de asistir a una especie de experimento difuso sobre cómo los cuadros dirigentes y los ciudadanos en general contemplan la acción exterior de España.
El resultado es agridulce. Por un lado, he constatado la buena salud de nuestro europeísmo y el amplio apoyo que aquí disfruta la libertad de movimientos: todos juzgaban la retirada británica como torpeza impropia de quienes hasta ahora considerábamos pragmáticos y abiertos al mundo, y no he encontrado literalmente a nadie que creyese tentador imitarla. Cuando preguntaba cómo debía abordarse la negociación, la respuesta casi invariable era mantener unidos a los Veintisiete y apoyar a la Comisión. Si indagaba por el objeto de esa unidad, por las prioridades a defender, entonces la claridad se desdibujaba. Y al plantear cómo pensaban que las capitales nacionales debían influir sobre la dureza o flexibilidad de Bruselas, sólo se mencionaba a Merkel o Macron. A veces a Irlanda. Casi nadie consideraba que España podía moldear el mandato de Michel Barnier y sólo interpelando específicamente por ello conseguía arrancar la consabida mención a Gibraltar.
Para llegar a esa conclusión sobre la escasa capacidad a la hora de definir la posición negociadora en este asunto crucial, una hipótesis es que los españoles consideren que nuestros intereses en el Reino Unido son modestos en comparación con otros Estados miembros. Si pensasen así errarían. España tiene el segundo superávit comercial más alto de toda la UE (después de Alemania, es el que más dinero se juega en este proceso). Por la importante balanza a favor en bienes y por ser su segundo exportador mundial de servicios, solo por detrás de EE UU. Si miramos al flujo de personas, somos el único país de la UE con más británicos residentes que nacionales en el Reino Unido, lo que nos otorga papel estrella en el sensible asunto de los derechos ciudadanos, por no hablar del inmenso volumen de visitas: el tránsito aéreo es —o era hasta 2020— superior al de cualesquiera otros dos países en el planeta, lo que además se refleja en la propiedad compartida de las respectivas compañías de bandera. La inversión mutua es potentísima en muchos sectores. Las principales empresas extranjeras allí en banca o telefonía no son alemanas, ni siquiera chinas, sino españolas. Y no fueron pescadores franceses, sino gallegos los que provocaron que por primera vez desde los tiempos de Cromwell se declarase nula una ley del Parlamento, generando, por cierto, la primera movilización seria contra el derecho comunitario en Westminster.
Pero, aun admitiendo que los españoles no tengan toda esa información, la calidad de mis interlocutores me hace dudar que no fueran conscientes de lo internacionalizado que está hoy nuestro país tras varios decenios de apertura económica, creación de multinacionales, intensísimos flujos turísticos o migratorios, y difusión cultural. Más bien pienso que los españoles no asocian esa extraordinaria proyección en todos los campos con un poder decisor equiparable. No esperan la conducta que en teoría es predicable de una potencia media con presencia global. Y si esa es la percepción general, no es extraño que los políticos destinen tan escasos recursos presupuestarios a la defensa o la cooperación al desarrollo, ni que nuestra diplomacia tienda a amoldar su ambición y, como el propio Brexit muestra, apenas active su colmillo para defender el “asunto exterior”.
¿Es esta una exageración? Sin duda, la política exterior y europea de España atesora importantes logros desde hace apenas medio siglo cuando aún era una anomalía en su entorno. Pero no es injusto distinguir entre el éxito de haberse normalizado en el lugar que le corresponde, y los insatisfactorios avances a la hora de liderar. Somos buenos receptores de globalización y europeización, pero mediocres protagonistas en un orden internacional cada vez más fracturado. Mejores policy-takers que policy-makers. Más interesados en el estatus —ser invitados al G20— que en el contenido real a promover en los distintos foros. Preocupados de alinearnos con el eje Berlín-París, pero no tanto de definir y defender autónomamente el tipo de UE que más se acerca a nuestros intereses.
Una larga recesión y otras vulnerabilidades políticas o territoriales han impedido dar el salto cualitativo que requiere nuestra acción diplomática desde el cambio de milenio. Pero esa misma acumulación de graves crisis —incluyendo la que estamos ahora atravesando— confirma aún más la necesidad de hacerlo. La seguridad, la prosperidad y la sostenibilidad internas dependen cada vez más de una defensa coherente y sin vaivenes de nuestros valores e intereses. A pesar de que la fuerte polarización retórica invita a pensar que los consensos son imposibles, lo cierto es que hace más de 10 años que nuestra política exterior es estable. Contribuyó a ello el enfoque nítidamente proeuropeo del Gobierno de Rajoy en la primera Estrategia de Acción Exterior. Y ahora se pretende renovar ese ejercicio desarrollando una visión general sobre el mundo que deseamos favorecer.
No es difícil consolidar un modelo que sea compartido por la gran mayoría, porque, como se dijo al principio, el rechazo de los españoles al proteccionismo y la introspección es fuerte; un activo del que pocas democracias de cierto tamaño pueden presumir con igual claridad. Además, ser tolerantes, abiertos y comprometidos genera una demanda hoy insatisfecha de mayor protagonismo en la gobernanza global, en los debates europeos o en las regiones donde goza de evidentes fortalezas. Lo que falta es saber transformar en realidad tangible esa predisposición genérica que existe dentro y fuera a favor de más España en el mundo. La nueva Estrategia apuesta por la idea nodal, un país capaz de múltiples conexiones en lo multilateral o bilateral que fomenta alianzas variables sin abandonar el referente euroatlántico.
La interdependencia conlleva oportunidades que debemos saber aprovechar, pero también —como hemos experimentado en la pandemia— muchos riesgos e incertidumbre que gobernar. Lograrlo no depende solo de tener un buen concepto y la voluntad, o más bien el voluntarismo, de ser proactivos, sino que requiere medios e instrumentos: más pensamiento propio, mejor coordinación administrativa, capitalizar la presencia internacional de empresas o sociedad civil, e impulsar un servicio exterior ágil incluyendo, por cierto, mecanismos para evaluarlo. No resulta barato, ni en dinero ni en inversión de capital político por parte del Gobierno y la oposición. Pero más caro sería asumir resignados que solo podemos aspirar a evitar errores como el Brexit y dilapidar la posibilidad real de ser más influyentes.
Ignacio Molina es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid e investigador en el Real Instituto Elcano.
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