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Tribuna
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Merluza grande que pese poco

Debemos convertirnos en seres absolutamente digitales y al mismo tiempo se espera que seamos capaces de conciliar esta realidad con una perspectiva humanista y con valores morales y políticos

Nuria Labari
Asistentes vía Zoom a un festival musical 'online'.
Asistentes vía Zoom a un festival musical 'online'.Athit Perawongmetha (REUTERS)

The Economist, una de las cabeceras preferidas del poder financiero, ha publicado sus predicciones para el año 2021 en su ya tradicional guía especulativa de principio de año. 2021, como todo el mundo sabe, tiene su miga, pues es el año que nos dirá como de en serio iba 2020. Una pista. En la portada de esta publicación aparece una máquina tragaperras como símbolo del gran casino global en que se ha convertido el capitalismo, tan plagado de incertidumbre como una noche en Las Vegas.

A mí me ha dado miedo que las mentes que mejor conocen los mercados crean que nuestro futuro nos lo vamos a jugar así. Por si fuera poco, las imágenes que giran en esta peculiar máquina de azar no son frutas o campanas como en los bares de siempre, porque The Economist ha seleccionado otros iconos para este nuevo juego: Joe Biden, el emoji de un chino con mascarilla, una pequeña bomba atómica, un enorme símbolo de dólar, la bandera americana partida en dos o una vacuna medio vacía (o medio llena…) son los símbolos que harán girar el mundo. En fin, no hace falta ser uno de los expertos que escriben en la prestigiosa publicación para no sentir aprensión antes de echar una moneda.

Aparte de esto, la otra ola que ha desatado el tsumani de la covid es la digitalización a gran escala y sin posibilidad de marcha atrás. Según las predicciones de esta publicación (y de toda la prensa económica especializada), la digitalización ha llegado para quedarse. Es posible que muchas personas nunca regresen a sus puestos de trabajo, auguran, en tanto será más eficaz que trabajemos desde nuestras casas. La realidad virtual será pronto un duro adversario para la experiencia tradicional, de modo que la experiencia desconectada (sin wifi para contarla) puede que deje de interesarnos para siempre. Otra profecía cercana asegura que todo lo repetitivo se volverá virtual y tendrá esquema de suscripción, desde Netflix hasta la iglesia o el gimnasio. La inteligencia artificial llegará para quedarse, esto ya lo sabíamos, y además de ser súper aséptica y segura, implicará despidos globales sin precedentes… Es verdad que los gurús siempre se equivocan y que The Economist no acertó ni con el Brexit.

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Pero también es cierto que las exigencias del mercado son cada día más difíciles de satisfacer. De hecho, son imposibles. Diría incluso que son una auténtica estafa, lo que es mucho peor que la máquina tragaperras. Porque resulta que se nos están pidiendo dos cosas que de ninguna manera estamos preparados para conciliar, ni como sociedad ni como individuos. Debemos convertirnos en seres absolutamente digitales, dependientes de la tecnología y condenados a su control. Y al mismo tiempo, se espera que seamos capaces de conciliar esta realidad con una perspectiva humanista, con el sentido de nuestras vidas y hasta con valores morales y políticos. Esto es lo que se llama en argot de mercado, merluza grande que pese poco.

El mundo que viene no es posible ni sostenible sin pensamiento. Y sin embargo ahí estamos pidiendo más dinero para la ciencia, faltaría más. Qué duda cabe. Hay que invertir en ciencia y tecnología. Y parece que aquí termina toda la exigencia ciudadana. Un poco también en ecología, que es la ciencia verde. Así que más para robots, más para algoritmos, más currículo de chavales expertos en big data (porque son los únicos que tendrán un empleo en el futuro), más conectividad (aunque se multipliquen la adicción a las pantallas y sus consecuencias fatales), más educación online (como si no hubiera quedado demostrado que la relación con el conocimiento y con las personas requiere una experiencia presencial), más eficiencia en el trabajo (que potenciará una plataforma especializada y no la experiencia o la pasión de los trabajadores), más citas telemática con el médico (como si la propia mirada sobre el paciente no tuviera un sentido sanador), más comercio online, más redes sociales… Y también más soledad, más enfermedad mental, más aislamiento, más agresividad. Y todo ello con menos pensamiento, menos latín y menos griego. Menos filosofía y menos poesía. Menos dinero para cultura y creación y más personas convencidas de que las subvenciones, los patronazgos y las inversiones directas no están relacionadas con el bienestar resultante de comprender y actuar en el mundo.

Y así es como avanzamos. Como satisfechos y alegres borregos comprando fichas en ese gran casino en medio del desierto donde nos dan la copa gratis para que perdamos hasta la camisa. Y luego, con la resaca, nos preguntemos qué ha pasado.

El mundo que viene y que ya ha presentado sus credenciales, el de la tecnología aplicada y el intelectualismo científico, no es posible ni sostenible sin juicio sobre la realidad, sin criterio sobre los caminos del desarrollo material, sin individuos responsables de su propia vida y la de los demás. Las humanidades, la filosofía, el griego y el latín significan exactamente eso: la capacidad de pensarnos, el atreverse a pensar. No sé si las élites económicas creen que lo propiamente humano es reflexionar sobre las posibilidades que emanan de un móvil conectado a una tarjeta de crédito cuando está en sus manos. Pero todos debiéramos ponernos de acuerdo en que hay más mundo y que los rectángulos de las pantallas no son exactamente una ventana de Dalí.

Nuria Labari es periodista y escritora.

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Sobre la firma

Nuria Labari
Es periodista y escritora. Ha trabajado en 'El Mundo', 'Marie Clarie' y el grupo Mediaset. Ha publicado 'Cosas que brillan cuando están rotas' (Círculo de Tiza), 'La mejor madre del mundo' y 'El último hombre blanco' (Literatura Random House). Con 'Los borrachos de mi vida' ganó el Premio de Narrativa de Caja Madrid en 2007.

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