Nueva libertad de expresión
Se precisa una reforma que acote un marco persecutorio demasiado severo
El manifiesto suscrito por más de 200 artistas en apoyo al rapero Pablo Hasél ante su inminente ingreso en prisión para cumplir condena por los delitos de enaltecimiento del terrorismo e injurias contra la Corona y las instituciones del Estado ha vuelto a abrir en España un intenso debate sobre los límites a la libertad de expresión. Esta última es un valor fundacional de las democracias liberales. Es esencial por tanto que las restricciones a la misma se tipifiquen con la máxima precisión posible y en consonancia con el espíritu de los tiempos. El caso de Hasél es el último de una amplia serie de juicios que evidencian en España un cuadro persecutorio más intenso que en otros países del entorno europeo. Este es también mejorable en cuanto a su sintonía con la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, muy exigente a la hora de aceptar límites a la libertad en cuestión. En este contexto, parece precisa una reforma del marco regulatorio.
Con ese objetivo, el Gobierno por un lado y uno de sus miembros —Unidas Podemos— por el otro han puesto en marcha en paralelo sendas iniciativas, en una nueva lamentable muestra de descoordinación en un asunto de gran calado. De nuevo, además, se transmite la sensación de maniobras improvisadas y tácticas; y se abona la sensación de un activismo de parcheo puntual del Código Penal, que pone en riesgo la necesaria coherencia del conjunto. En la sustancia, Podemos propone una despenalización de varios delitos en esta área; el Gobierno, una reforma que limite las restricciones y sus consecuencias penales. La derogación es por lo general un planteamiento equivocado; parece en cambio adecuada una reforma que reste ambigüedad al Código Penal en esta materia acotando el campo represivo. Esta debe hacerse con sosiego, dialogando con los distintos actores implicados. Y debería tratar con sensibilidad propia cada uno de los delitos en cuestión.
Especial atención merece el apartado de los delitos de enaltecimiento del terrorismo y humillación de las víctimas, en consideración a la traumática y reciente experiencia española. Es este un tipo bastante específico de la legislación española y debe reconocerse que provoca dudas con argumentos serios. Sin embargo, una despenalización completa parece inoportuna, en atención a la historia de España y su presente político —diferente de los países vecinos—. Esto es especialmente así en la vertiente relacionada con las víctimas. Quizá en el futuro, y en otro contexto político-social, será posible un cambio radical, pero ahora un giro abrupto sin consenso provocaría un nuevo desgarro; debe tenerse en cuenta además la persistente amenaza de otros tipos de terrorismo. Ahora parece sensata una revisión en la línea que apunta la jurisprudencia del TEDH vinculando de forma más estrecha la acción penal a criterios de alcance, gravedad y las consecuencias de las acciones cuestionadas. Una orientación similar ha sido apuntada en la sentencia del Tribunal Constitucional que dio amparo al cantante Strawberry. Una directiva europea de 2017 establece como criterio para penalizar “mensajes destinados a incitar” a actos terroristas la generación de “un riesgo de que se puedan cometer uno o varios de dichos delitos”, asentando así un factor de concreción.
Más margen de actuación hay en cambio para otros delitos objeto de polémica, como las injurias al jefe del Estado, a otras instituciones o a los símbolos del Estado, así como la ofensa a los sentimientos religiosos. En estos casos puede ser más firme la vinculación a estrictos criterios de gravedad y amenaza real para el orden público como justificación para desencadenar la acción penal; y reducir de forma consistente el margen para condenas de cárcel. Esta parece la vía más oportuna: una atenta labor legislativa que reste ambigüedad al amplio abanico de previsión penal, acote el marco restrictivo y evite muy cuestionables condenas de cárcel, con especial atención para el ámbito de expresión artístico y literario.
EDITORIAL | Todos con Draghi
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