Fiel a la tribu. O a mis ideas
¿Vale imaginar, solo para sonreír en ocasiones, una “fraternidad de los desclasados”? Una actitud, un espacio interior, una complicidad, un guiño de ojo en el que el compromiso sea con lo que creemos
Lo conozco. Es un hombre de izquierdas ―socialista digamos― al que siempre le molestó un poco eso que llamaba el tufillo de la derecha, la convicción de que cada uno es hijo de su propio esfuerzo y ya. Pero no le han gustado las últimas alianzas de su partido, le suena extraño eso de construir junto a los que se quieren marchar y le miran como si fuera la plaga. Se fastidia y duda: ¿es desleal si deja de apoyar al espacio en el que, hasta ahora, se había sentido cómodo, más si beneficia a sus adversarios de siempre?
Este hombre vacila, pero no está solo. “Hemos encontrado en la izquierda, en especial en simpatizantes del PSOE, una mayor tolerancia a acuerdos con el PP o Ciudadanos que con organizaciones como Bildu y ERC. Es temprano para saber si tendrá traducción electoral, lo que vemos por ahora es esa tensión”. Lo asegura José Pablo Ferrándiz, analista de Metroscopía, al explicar que este desajuste tiene su lógica: España ha pasado de un sistema bipartidista a uno bibloquista con dos organizaciones a la izquierda y tres a la derecha. Y eso trae consigo un reacomodamiento de las fidelidades.
¿Pero se debe ser leal a la tribu o a las ideas? El debate viene de lejos; es curioso que las palabras tradición y traición tengan idéntico origen en latín. El término traditio describía la transmisión entre generaciones, aunque hubo un momento en que se empezó a utilizar para nombrar la entrega de valores y de cuerpos, la traición. Quizás lo que mejor represente el concepto es el acto de ceder, luego cada uno le pone el calificativo: ¿cedo en mis convicciones o en mi necesidad de seguir perteneciendo a una tribu?
Son muchos los que enfrentan el dilema. Se percibe en la religión, por ejemplo. En España, las dos terceras partes de la población se asume católica, pero solo algo más del 20% va a misa, la ceremonia primordial de encuentro comunitario y con Dios. Dicho así suena un poco ampuloso, pero no deja de ser cierto. ¿Qué aleja a ese 50% del lugar de lo trascendente mientras crecen mil y una opciones en templos contemporáneos de yoga, meditación zen y vida más armónica cuando antes la parroquia daba ese estar en el mundo? ¿Será la idea de no formar parte de algo que también se rechaza? ¿La visión del goce como peligro o de un Dios que tiene mucho dogma? Quizás, sin embargo, ese número gigantesco de gente se considera aún católica: pertenezco, pero no participo.
Esto mismo presenta una versión minimalista en el mundo de nuestros afectos. O de la soledad. A mí me pasa: tengo buenos amigos, me gusta compartir un vino con ellos, sentirlos cerca. ¿Y sabéis qué? Hay veces que me intuyo muy lejos de algunos. El que te hace cómplice de todas sus infidelidades no como búsqueda de un oído o de una sugerencia sino como forma de lucirse. El que te arrincona si crees que la educación privada, o la pública, conviene a tus hijos. El que necesita siempre dirigir ―ir al restaurante que él apunta, al concierto que se le antoja―. Durante mucho tiempo no dejaba pasar estas cosas y me fui quedando un poco solo: a muchos no les gusta escuchar críticas. “Acéptame como soy”, defienden, aunque debas aparentar una cosa por otra. Curioso eso de fingir, a menudo se asocia al sexo y a las mujeres, pero no pareciera que atraviesa tanto nuestra vida en otros planos. Que sí.
¿Somos más inciertos? Jorge Fernández Gonzalo, ensayista, autor de Filosofía zombi asegura que diez años atrás la idea de otredad estaba muy firme. Entre las características de los hombres figuraba el despojarse fácilmente de lo que eran para convertirse en algo diferente. Mudaban y asumían las consecuencias. Con esta misma categoría aún nos tentamos de pensar los cambios actuales. Pero la identidad no existe más como algo firme, alineado sino como movimiento: la esencia es una fluidez difícil de asir. Por eso se ven mayorías que se disuelven con facilidad. Y la gente está a dos aguas en sus mundos de pertenencia. En transición, un poco sí y otro no, hibridados.
Esto sostienen las grandes líneas de pensamiento. Pero falta algo. Imaginemos una película futurista que remite al pasado: los grupos ―los masivos y los que entran en el salón de una casa― se debilitan porque nos cuesta sostener lo que pensamos. Nadar contra la corriente requiere esfuerzo y nos agotamos en el intento. ¿Vale imaginar, solo para sonreír en ocasiones, una “fraternidad de los desclasados”? Una actitud, un espacio interior, una complicidad, un guiño de ojo en el que el compromiso sea con lo que creemos. Ni vergüenza ni culpa. Olvidar cómo le caerá al otro, que al final esto no debiera ser una guardería sino, ojalá, el día en que nos ponemos los pantalones largos.
Daniel Ulanovsky Sack es periodista.
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