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Columna
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El día siguiente de Trump

El Gobierno de Biden necesita asumir que el capitalismo no se autorregula nunca, menos en la configuración del espacio político en las redes sociales de manera transparente y democrática

Joe Biden, presidente de EE UU, junto a Kamala Harris, vicepresidenta, en la Casa Blanca.
Joe Biden, presidente de EE UU, junto a Kamala Harris, vicepresidenta, en la Casa Blanca.MANDEL NGAN (AFP)

Hay esperanza en la política estadounidense. La imagen de Kamala Harris en el poder es un aliento para quien espera ver nuevas formas de hacer política, fueron las mujeres líderes mundiales quienes respondieron de la forma más acertada a las necesidades impuestas por la pandemia de la covid-19. En la lista de decretos firmados por el presidente Joe Biden en su primer día en funciones está el retorno de Estados Unidos a la Organización Mundial de la Salud. La lista es diversa y conocida como Biden bold day one, traducido como “Biden marca la agenda con audacia en su primer día”: que va de la suspensión de la construcción del muro a un plan de 100 días para el uso de mascarilla y distanciamiento social en las oficinas públicas del gobierno. Incluye cuestiones de política global y humanitaria, como el retorno al Acuerdo de París y la garantía de protección ante la deportación a los dreamers, jóvenes indocumentados que llegaron cuando eran niños a los Estados Unidos. Lamentablemente, en la lista audaz de Biden y Harris no hubo ninguna pista sobre si pretenden regular la mentira y la maldad en las redes sociales y sus efectos en la vida cotidiana.

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The day after Trump

Nuestra intención no es ampliar el coro de los que critican en días de esperanza. Sin duda, hubo mucha valentía en el primer día y hay promesas de que otras perversidades del expresidente Trump serán revocadas en breve, como la terrible Ley Mordaza Global (Global Gag Rule), una política imperialista de violación de los derechos sexuales y reproductivos de mujeres y niñas del Sur Global. Sin embargo, para quien vive del lado sur del imperio americano, hay un largo día siguiente en lo que Trump describió en su último discurso público como “un movimiento que estaría apenas comenzando”. Sabemos qué movimiento es este y los episodios más recientes de la invasión a la Casa Blanca nos mostraron la extensión de la audacia y virulencia: un contagio de odio y resentimiento entre hombres y valores de privilegio blanco, fanatismo evangélico, racismo, misoginia, homofobia, armamentismo y xenofobia.

Si hay esperanza en la política estadounidense de que el movimiento de Trump sea controlado por un retorno a la gobernabilidad razonable, lo mismo no puede ser dicho para los países latinoamericanos donde su fraternidad se arraigó en el poder. No hay ejemplo más perverso que el presidente Bolsonaro en Brasil, un líder que siguió los pasos de Trump en el contagio del odio y en el uso de las redes sociales como plataforma de desinformación, agregándole tonos típicos al Sur Global, como el autoritarismo militar o los toques del cacique sureño. El movimiento que Trump convoca necesita de las redes sociales para mantenerse vivo y proliferar. Es en este punto en el que el mundo pasa a ser el patio trasero para la valentía de Biden-Harris esperando que regulen activamente las redes sociales y no solo celebren cuando las propias empresas definen lo que es el “interés público” para restringir o no la publicación y circulación de información de parte de líderes políticos.

Trump fue vetado en Twitter después de los ataques del 6 de enero. La sentencia de silencio vino después de doce horas de castigo por incitar a la multitud a la insurrección y a la violencia. La decisión de otras plataformas fue semejante, como Facebook, Snapchat, Twitch y junto con Trump más de 70.000 cuentas que divulgaban la teoría de la conspiración QAnon desaparecieron. Una ola de debates se inició en el espacio público sobre ¿quién debe regular lo tolerable o no en el espacio público digital? Los valores del liberalismo político, de libertad de expresión o las creencias se movieron de un lado a otro de la controversia, con voces importantes en el debate internacional, como la canciller Angela Merkel, expresando sus reservas frente al poder de empresas privadas para regular la participación política. Merkel no cuestionaba el contenido inapropiado de Trump, tampoco la responsabilidad de las redes en la amplificación del odio en la política—su pregunta era sobre a quién cabe el poder de regulación de la palabra política en una democracia: “puede haber interferencia en este derecho fundamental, pero de acuerdo con la ley y con los marcos definidos por los legisladores—no de acuerdo a la decisión de los dueños de las plataformas de medios sociales”.

Los datos sobre regulación internacional de las redes sociales son frágiles—una encuesta de 2019 mostró poco más de 40 países con alguna iniciativa de enfrentamiento a la desinformación, pero iban desde grupos de trabajo, a campañas y proyectos de alfabetización digital y mediática. La Unión Europea, a su vez, viene adoptando un camino de construcción de consensos y adhesión voluntaria a códigos de conducta y políticas de control a la desinformación online. Desafortunadamente, no parece ser suficiente la autorregulación o el control por parte de las propias empresas que lucran con la circulación de la información. Asimismo cuando son líderes autoritarios enardeciendo la multitud al desorden y la violencia, la actuación bien intencionada de las plataformas es selectiva a que país o a quien su acción pone en riesgo: Myanmar, India, Sri Lanka, Filipinas y Brasil ya vivieron episodios semejantes a los incitados por Trump, y la sentencia del silencio en nombre de la protección del “interés público” no fue decretada. Los activistas argumentan que las plataformas tienden a llevar sus propias reglas civilizatorias en realidad dependiendo del poder de los mercados afectados: o sea, la ética sigue al lucro y no necesariamente a valores democráticos para el bien común.

Como dijo el presidente Biden en la ceremonia de posesión, “la democracia es frágil”. Como latinas, sabemos que su fragilidad puede llevar a regímenes autoritarios y duraderos, pues no siempre en nuestra región la “democracia prevaleció”. Nosotros somos el largo día siguiente del movimiento de Trump, cuyo contagio se organiza por las redes sociales en medio de una pandemia. Entre los actos de valentía, el Gobierno Biden-Harris necesita asumir que el capitalismo no se autorregula nunca, menos aún en la configuración del espacio político en las redes sociales de manera transparente y democrática. Es necesario una articulación global entre líderes democráticos para crear una justa regulación del odio en las redes e impedir que el espacio público de las redes sociales desmorone las frágiles democracias del Sur Global.

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